#MujeresQueEscriben

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Una periodista instalada en Argentina hace muchos años recibe una misteriosa encomienda de parte de su hermana, que vive en otro país, a 5000 kilómetros. La caja es de madera, mucho más grande que los envíos habituales, muy difícil de abrir. Primero la ubican en el pasillo de su edificio, hasta que los vecinos se quejan porque entorpece el paso. Entonces este objeto cerrado, imposible de ignorar, llega al living de la protagonista y ocupa todo su espacio. El famoso elefante en la habitación, el acontecimiento extraño que irrumpe en la cotidianeidad, condimentado con algo del realismo mágico de Gabriel García Márquez, toma toda nuestra atención como lectoras. 

Así empieza La encomienda, la nueva novela de Margarita García Robayo. La historia nos interpela sobre cómo se viven los vínculos de parentesco en la distancia, qué nos une a la familia de origen cuando somos adultas más allá del pasado compartido, y los lazos entre madres e hijas.       

Algunos personajes secundarios -como la vecina de la narradora o su íntima amiga- nos llevan a pensar también en los prejuicios que las mujeres tenemos sobre nosotras mismas y las otras, el mundo del trabajo vivido en clave de género y las relaciones amorosas.  

A través de 191 páginas narradas en primera persona, La encomienda nos lleva por la rutina de la narradora, que se vuelve tan extraña como poética. García Robayo escribió esta obra durante la pandemia. Es probable que, entonces, algo del encierro, del silencio y la soledad de aquellos días se cuele en la trama y en sus profundas reflexiones.  

Lee el inicio de La encomienda*

Cada vez que hablamos yo voy reforzando mis ideas sobre la falacia que propone el parentesco. Con cada llamada la teoría gana en espesor lo que pierde en claridad. Imagino mi cabeza hospedando lombrices largas que se dan golpes contra las paredes; que crecen despacio y desmesuradamente; que se enrollan en sí mismas para ocupar cada vez más lugar. Las he dejado estar ahí durante años, deseando que el tiempo les pase por encima y las aplaste. Pero el tiempo no ha sido más que un fermento. Un día las lombrices van a brotarme del cuero cabelludo como una medusa.

-… y unas cocaditas de las que te gustan- dice mi hermana como cierre de una enumeración a la que no estuve atenta. Es el inventario de la última encomienda que me preparó y que debe estar por llegar. De la anterior no pasó ni un mes, lo que me parece inusual, pero no quiero interrumpirla para preguntarle por qué tanta premura, porque la conversación se alargaría demasiado.

Mi teoría supone que la conciencia del vínculo basta para convencer a las personas de que el parentesco es un recurso inagotable; que alcanza para todo: unir destinos enfrentados, torcer voluntades, combatir deseos de rebelión, transformar mentiras en memorias y viceversa; o bien, sostener una conversación anodina. Pero no alcanza, al contrario. El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí. Las últimas veces que vi a mi hermana me repetía a mí misma: «Somos hermanas, somos hermanas», como quien solo puede explicarse un hecho misterioso acudiendo a la fe.

Distinto es vivir con los parientes -eso pienso siempre que la veo a ella con su prole-, descubrirse todos los días en las caras y los gestos de otras personas que envejecen contigo y que reproducen como esporas tu información genética. Cuando mi hermana mira a su hijo mayor -idéntico a ella-, puedo ver la satisfacción -y el alivio- en sus ojos: viviré en tu cara para siempre. Quizá el entendimiento entre ellos tampoco sea tan simple ni automático, pero la aceptación llega más rápido.

Ahora mi hermana arruga la frente y desvía la mirada, lo que indica que está pensando en cómo llenar el bache en el que cayó la conversación. Esta es una instancia que me aterra. Lo que sigue es el vértigo, la caída en picada en la charla banal. Y yo no soy buena en eso. Soy mala, pero no porque me falte habilidad -puedo sostener larguísimas conversaciones banales con otros-, sino en el sentido de la vileza. El único antídoto que conozco contra la banalidad es la vileza. Nunca aprendí a ser compasiva con mi familia.

A veces siento que en mí viven dos personas, y que una de esas personas (la buena) controla a la segunda, pero a veces se cansa y baja la guardia y entonces la otra (la vil) se aparece sigilosa, con unas ganas locas de herir por gusto.

*Fuente: Infobae.com

 

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