#MujeresQueEscriben

AL MISMO TIEMPO

por Patricia Arguello

Era un verano tórrido. De esos que se repiten año a año en cualquier zona de Buenos Aires. Da lo mismo estar en Puente Saavedra, Villa Crespo o Lomas de Zamora, el calor se expande cual caricia de tía que esconde lástima para consigo misma, pero insiste.

Con el alquitrán hirviendo en la calle recientemente asfaltada, solo ella se preguntaba si no hubiese sido mejor que al menos esa cuadra continuase siendo de tierra. Claudia se habría burlado. ¡Ridícula! ¡No sabés nada!  ¿No viste que ahora los autos no quedan encajados como antes, cuando llovían dos gotas y se inundaba? 

Pero ya no volverían las ranas a emitir sus ronquidos de pequeña tabla de lavar.  Ni los patos de Don Arturo a escaparse a nadar un rato, para que ella con los chicos de la cuadra ayudara a pescarlos, mientras el viejo los metía en un balde y los llevaba de vuelta al fondo.

Se despertó con el portazo que dio su madre al salir a trabajar. La espió alejarse, la nariz contra el mosquitero de la ventana. Los colores del sol en los techos eran algo digno de mirar. Sin embargo, admirar la belleza solo le duró un instante, al recordar lo que había debajo de la chapa azul optimista: una casa oxidada por el tiempo, donde un anciano sin afeitar y en camiseta al que ella intentaba no mirar cuando pasaba, yacía en la pieza que daba a la calle. O la enredadera repleta de pimpollos blancos encaramados sobre tejas enmohecidas que, por esos malentendidos, tapaban un depósito de carbón, donde desde la acera se veían muchachos de espalda desnuda,  unos paleando carbón en bolsas, otros deslomándose al cargarlas sobre camiones. 

Aun cuando no hubiera cumplido los nueve, Gabriela entendía lo irremediable de  haber visto ciertas cosas. Aunque se empecinara, el azul optimista ya no la inundaba de esa esperanza gratis que mora en la belleza.

Otro día largo, interminable, esperando hasta que ella regresara. Y los tres se abalanzaran sobre la pobre,  cansada de tener que escuchar siempre lo mismo:  ¡Mirá cómo me dejó el brazo!, ¡Mirá cómo me rayó el cuaderno!, ¡pero ella empezó!, y basta, basta chicos, Will you stop it please. Y como los perros cuando les dicen sit, cesaban las quejas. La dejaban alzar al Bebe, y le abrían la cartera hasta encontrar dos, o a veces tres chocolates, todos distintos. 

Abrirlos, cortar en cuatro porciones simétricamente iguales, y repartir. Dejar que cada trozo se derrita en la boca de a poco, demorar el disfrute.

Pero aún faltaba mucho. Se volvió a acostar en la cama y cerró los ojos. El canto del churrero en bicicleta a lo churro, calentito lo churro la animó para abrirlos de nuevo. Buscó debajo de la cama la Patolandia leída más de cinco veces. ¿A quién le hacían acordar los chicos malos? A unos hermanos gordos y morochos de la vuelta, los del taller mecánico. Usaban gorra con visera, anteojos gruesos verdosos y ocupaban la vereda con los autos en reparación. 

Cruzar de vereda para evitar a los varones.

Dio vuelta la página tratando de no hacer ruido, para no despertar a Claudia. No por delicadeza, simplemente para demorar la inevitable primera pelea del día. Se miró los arañazos del día anterior en el brazo. 

Las chicharras ocupando el silencio que había dejado el churrero. 

Salió de la pieza, pegó un salto para alcanzar a mirarse en el espejo del baño que estaba con la puerta abierta. Sus rulos habían tomado una forma irregular, imposible, como siempre que se acostaba con la cabeza húmeda. Odiaba su pelo. Comenzó a cepillárselo, estirando cada mechón hasta el infinito. Ignorando a la peluquera: Tu pelo viene así de raíz, mamita, es inútil, vos tenés que aceptar tus rulos o cortártelo cortito, te queda lindo a vos, con esa carita redonda. ¡No! ¡Pare por favor! ¡Otra vez cortito como varón, no!” 

Volver llorando con la cabeza hecha un triángulo como caja de quesitos Adler, lo peor de la vida, esa sensación de ser horrible sin remedio. 

Encendió el televisor en la cocina, olvidando bajar el volumen. Se arrepintió. ¡Apagá la tele, no hay nada, es muy temprano! Era verdad, la pantalla reflejaba el redondel con porciones de pizza de ajuste de señal, faltaba como una hora para el primer programa. ¡Bueno, pero no me grites! ¡Te grito todo lo que quiero, vos callate! ¡Callate vos, estúpida tarada! Y salió corriendo hasta el fondo.

Las chicharras eran como sus rulos, imposible de dominar. ¡Basta! ¡Cállense chicharras!

La interrumpió el Bebe en calzoncillos, chupete,  gorra de capitán, blandiendo la  revista Patolandia. ¿Quién te dio permiso? ¡Dámela, la vas a romper! ¡Es mía!

Él sabía qué lograr con el chillido de chancho acogotado. Y Claudia también disfrutaba de acudir en su auxilio. El sonido del chancho acogotado era suficiente, no hacía falta juez ni veredicto. Bastaba para caerle encima entre los dos con patadas, codazos hasta darse por vencida y dejarle la revista al mocoso, total ya se la sabía de memoria.

Volvió a la cocina y se sentó a vigilar que empezara la emisión del primer programa. Lo dejaban encendido todo el día, como queriendo escuchar voces de adultos. 

El blanco y negro de la tele tiñendo todo de gris, aplastando, derritiendo, alentando a las chicharras. 

De a ratos todos miraban lo mismo, los tres chiflados. Ella se sentía Curly por cómo la ligaba. O Larry, por los rulos. Moe era Claudia, sin dudas. Había otras series que le daban ganas de nadar, como Flipper, un delfín que vivía en cautiverio, como ella, pero por lo menos no pasaba tanto calor. 

Lo peor era a la siesta, esos programas de la tarde que transmitían desde la costa. No era posible conformarse con la propia desgracia de infierno bajo techo de loza, mirando  las olas refrescantes, chicos felices chapoteando en el agua, la frescura atroz en tanto ajena y lejana. Imposible, como el pelo que le había tocado.

Fastidiada, y con la cabeza a punto de explotar entre el calor y la tele, fue hasta el baño llevando un pequeño taburete para alcanzar a verse reflejada en el espejo. Volvió a estirar su pelo. Se lo ató. Abrió el botiquín y encontró maquillaje líquido para ojos color celeste. Se pintó los párpados. Reparó en un frasco de agua oxigenada. Derramó el líquido entero sobre su cabeza de caja de queso Adler. 

En segundos, el espejo le devolvió el resultado de su acto. Tan espantoso como adelantado en su tiempo. 

¿Querías ser más rubia? ¡Jaja ahora sos verde! Claudia, sin disimular su satisfacción.

¿En qué estabas pensando? ¡Te quemaste el pelo! Su madre, sin disimular su agotamiento. Acá no aceptamos chicas teñidas. La monja, sin disimular su hastío.

La única que no le preguntó nada fue la peluquera, el primer fin de semana desde el comienzo de clases, mientras dejaba caer los despojos amarillos de la cajita de quesos Adler. 

Casi dejó de mirarse en el espejo. Empezó a escribir un diario. Página uno: aunque no lo conozca, el lugar que más odio en el mundo se llama Mar del Plata. 

 

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