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CORTINAS DE CROCHET

por María Susana López

La viuda Mendizábal vivía en Segurola 4310, frente a la casa de los Pérez Pardo, los padres de Santiaguito. La casa estaba construida con fachada estilo francés, enmarcada por un ventanal amplio de madera de roble y medio balcón. Tenía un portón de robustas rejas y vidrios biselados. Las molduras de medio punto sutilmente trabajadas  acompañaban el arco de las aberturas. Las paredes manchadas con una incipiente humedad armaban imágenes de colores entre verdes y grises, donde se podían imaginar una serie de figuras chinas.

Desde que había quedado viuda, la señora Mendizábal salía muy poco, solo los viernes a la mañana que iba a la carnicería, porque prefería elegir la carne fresca y bien rojiza. Se demoraba en la panadería para comprar los merengues de crema que tanto le gustaban. Dejaba el encargo al mercado, donde le llevaban a domicilio los comestibles. Ella los esperaba mientras barría la vereda y miraba los movimientos de la cuadra con precisión telescópica, controlando cual empresa de seguridad.

Una vez dentro de su casa, acomodaba lo comprado en su pequeña cocina y se ubicaba frente al ventanal como lechuza sobre la rama para seguir los movimientos de los vecinos, mientras tejía al crochet. Decían que no había lugar en la casa donde no tuviera una carpetita tejida. Se vislumbraba entre la cortina de voil unos laterales beige con figuras bordadas con grandes orificios donde se disimulaban sus ojos verdes.

Su único entretenimiento era curiosear el vecindario. La televisión estaba prendida sin volumen, el movimiento de las luces era su dama de compañía. De vez en cuando la miraba de reojo por si aparecía alguna noticia que le interesaba, porque mientras relojeaba la cuadra con visión de largo alcance escuchaba la radio spika clavada en la frecuencia de tango.

En el barrio todos la conocían, pero nadie le tenía simpatía justamente por su adicción a husmear. Santiaguito Pérez Pardo había sido compañero de primaria de su hija, y había tenido un mínimo contacto de chico, pero su recuerdo era muy amargo. De esa época  se acordaba del interrogatorio que le hacía cada vez que iba hacer los deberes a la casa de su compañera.

La hija se fue a vivir al exterior y nunca regresó. Así que cuando Santiago se la topaba esbozaba apenas un saludo corto y agrio como había sido siempre.

Los ojos verdes de la viuda Mendizábal siempre se elevaban para pispear la ventana  abierta de enfrente. Santiago salía del baño y se secaba al compás de la música mientras se paseaba denudo por la habitación. Un día Santiago descubrió la mirada verde desde Segurola 4310. Aún en su juventud se sintió intimidado por la mirada de la viuda, inclusive la notó libidinosa.

Así empezó la rutina de Santiaguito. Se paseaba desnudo por la habitación cada vez que se bañaba provocando la mirada de la viuda, como si fuera un juego. Y sí, allí estaban. Los ojos verde botella fisgoneando detrás del crochet observándolo, siguiendo el ritmo de sus curvas.

El jueguito de bailar desnudo frente a la ventana le había resultado gracioso al principio, lo había hecho para molestar a la chusma de enfrente.  Pero cada vez que salía de su casa para ir al trabajo o para encontrarse con alguien el portón francés se abría y la viuda salía para saludarlo. Él levantaba la mano, sin mirarla. El gesto de ella ya no era agrio como lo recordaba, vislumbraba en las arrugas de sus párpados un esbozo de sonrisa cachonda.

En uno de esos encuentros callejeros, mientras barría la vereda, Santiago sintió la mirada sensual de la Mendizábal y percibió un movimiento provocativo pero sutil de las caderas de la viuda agarrada al palo de escoba. 

El joven Pérez Pardo avergonzado, agachó la cabeza, aceleró el paso para no saludarla,  mientras descubría una sonrisa roja libidinosa.

Por la noche, después de un día agitado y de haberlo meditado en frío, Santiago, como todos los días, comenzó la rutina. Salió del baño con la ventana abierta, la canción Crees que soy sexy sonaba a todo volumen, y él contorsionaba sus genitales tapados con la toalla. Cuando fijó la mirada descubrió que frente a él se abrieron las cortinas del ventanal, una luz azul dejaba ver a la Mendizábal con ropa interior negra, unas ligas de crochet sostenían sus piernas arrugadas mientras sacudía su esquelética figura acompañando al joven Santiago Pérez Pardo al ritmo de la canción.

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