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Algún abrigo

Por Marta Sosa

Ese tapadito blanco era el que más me gustaba, la falda tenía seis gajos y eso le daba una amplitud y un vuelo que no podía dejar de admirar. Me quedaba ceñido en la cintura y me llegaba justo a la rodilla. Era de un tejido apretado y cálido, siempre me daban ganas de tocarlo. Ni bien empezaban los primeros fríos, ya quería ponérmelo pero era tan abrigado que si la temperatura no bajaba de los 12 grados no tenía mucho sentido. Era sentador, con cualquier prenda que me lo pusiera, quedaba lindo: con la pollera escocesa y unos zapatos de taco bajo, tres centímetros, no más, precioso; con el pantalón gris y el suéter rosa, elegante y si le agregaba el broche dorado de mamá, sofisticado.  A veces le levantaba el cuello y las solapas y lo adornaba con un pañuelo de colores que le subía un poco ese blanco tan níveo.

La primera vez que me citó Miguel, llevé ese abrigo, recuerdo que me había puesto también unos aros largos que me rozaban los hombros, estaba divina.

Él hacía tiempo que me miraba, cuando traía la mercadería encargada o venía a tomar los pedidos.  Aparecía de repente, atrás de la contadora, haciéndola reír, y se paraba cerca de mi escritorio.

—Buen día, Celia — era suficiente para que me costara volver al trabajo y concentrarme.

Entonces iba a hacerme un café o al baño a cepillarme el pelo.

Después me quedaba pensando qué decirle, no podía solamente mostrarle una mueca en mi cara, sino algo más, que le diera una esperanza. En el camino de regreso a casa inventaba diálogos que nos iban a llevar, inevitablemente, a una relación. Me gustaba su sonrisa y cómo ladeaba la cabeza cuando me veía. Pero en esos momentos me ponía torpe, no sabía adónde mirar. Sentía sus ojos sobre mí y, a veces, sus manos en mi escritorio, pidiendo un papel o una lapicera, me alteraban por completo.

Un día no solo me saludó, sino que se animó a dejar un caramelo y un papelito doblado debajo del portalápices. El corazón me saltaba, creo que me puse colorada, tardé en decidirme a abrirlo y leerlo. “Qué linda que está hoy”. Lo di vuelta. Solamente eso. Confieso que me decepcionó un poco. Esa era la última entrega que hacía en la empresa y ya no volvería a la oficina hasta bien entrado el mes de mayo, cuando los patrones harían otros pedidos. Mejor así, porque me daría tiempo para ensayar los más variados conjuntos de ropa, colores y accesorios. Claro que lo primero que se me vino a la cabeza era con qué usaría el tapadito blanco. Me compré una pollera de terciopelo y una blusa de seda azul Francia. Le iría muy bien a mi piel pálida. Nunca me había animado pero el próximo paso que Miguel daría lo ameritaba.

Me dejé seducir por un twinset color borravino y una falda rosa viejo de cheviot. También pensé en los zapatos, Miguel era alto, debía usar tacos si no quería mirarlo desde mi metro sesenta. Conseguí unos hermosos y cómodos en casa Valerio, de Esmeralda y Sarmiento. Anduve varios días con ellos de entre casa, mamá me miraba interrogante pero no le di mayores explicaciones. Solo alegué que era un capricho.

Busqué en mis cajones algunos pañuelos de cuello que pudiera usar y encontré, lo había olvidado, uno que me había traído la tía Esther de Italia, era de chiffon color aceituna. Le iría muy bien a una camisa que vi en la vidriera de Etam. La acompañaría con un pantalón verde un poco más claro.

También compré accesorios: pulseras, aros y algunos colgantes, aunque no era lo que más me gustaba ni sabía elegir, por suerte mamá me prestaba su broche dorado cada vez que se lo pedía. El pensar en las salidas que haría con Miguel merecía esas preocupaciones.

Pero pasó mayo y él no vino ni los patrones pidieron mercadería, había stock de sobra en los almacenes. Eso me daba más tiempo para perfeccionar mi guardarropas.

Hasta que un lluvioso día de junio se presentó como de la nada, sin darme tiempo a retocarme el rouge ni volver a peinarme, tenía el pelo horrible.

Buen día, Celia. Qué bien se la ve.

—Buen día, Miguel. Gracias, qué amable.

—Celia, no me tome por un atrevido, pero quiero preguntarle si le gustaría cenar conmigo esta noche.

—Creo que no tengo compromisos, antes de irse pase nuevamente y le contesto.

Repasé mi vestuario para la ocasión. ¿Adónde iríamos? Me cambié varias veces hasta que me decidí por el pantalón y la camisa de Etam. Los accesorios llevaron otra hora de elección, cada vez se hacía más tarde, él pasaría a buscarme a las nueve.

Tocó el timbre y salí acomodándome por quinta vez el tapadito blanco. Me miró y silbó, lo que me pareció inapropiado pero supuse que los nervios del momento me ponían sensible. Yo esperaba que me llevara hacia su auto pero me dijo que tomaríamos el 168 que nos dejaba en la esquina de Necochea y Brandsen, íbamos a la cantina Rímini, donde se come el mejor vermicelli de Buenos Aires. No podía contener mi asombro, igual, traté de conservar mi sonrisa de oficinista amable.

—¿Qué te pasa, linda, no te gustan los fideos? —dijo poniendo su mano en mi cintura y estrechándome contra él.

—Sí, me gustan —contesté, tratando de alejarme.

Pensé entonces en mi tapadito blanco, usarlo para ir a una cantina a comer vermicellis… Igual, intenté no darle importancia al asunto. Esperamos el colectivo, subimos. No era un viaje largo y Miguel, notando mi incomodidad, me pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia él, sonriendo. Por fin, bajamos.  Me costaba caminar con los tacos por las calles empedradas o por las veredas que subían y bajaban. Había olor a Riachuelo. Intentó besarme en una esquina, sin más palabras. Lo rechacé con gentileza.

Cuando entramos a la cantina, vino a su encuentro un hombre desaliñado que levantaba un vaso de vino mientras le estrechaba la mano, y tropezando con una silla, lo tiró entero sobre mi abrigo. Me fui hacia atrás como si me hubieran quemado; levantando las cejas, Miguel dijo:

—Pero che, no es para tanto, andá al baño y te limpiás un poquito —después, dirigiéndose a su amigo —Vamos, gordo, ¿dónde estás sentado? Quiero saludar a la patrona.

 

 

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