Nunca supo su nombre
Valeria Baró
El rayo de sol que entraba por la ventana de su habitación le hizo abrir los ojos de manera repentina. Una vez más maldijo no tener cortinas. Con voz de resaca se preguntaba qué hora era. Sin moverse demasiado, tanteó con su mano la mesa de luz y tomó su celular. Sin batería. Reloj no usaba. Su cuerpo estaba transpirado y sentía una banda militar tocando en su cabeza.
Salió de su cama como pudo, fue hasta el placard del pasillo donde guardaba toallones, remedios y alguna que otra cosa más. Encontró un blíster de aspirinas, sacó dos y las empujó con la poca gaseosa que encontró en una botella perdida sobre la mesa del comedor.
Miró a su alrededor. Botellas vacías de fernet, vasos usados, algunos con marcas de labial rojo, otros a medio tomar, papeles metalizados tirados por ahí, ceniceros llenos, colillas en el piso, moscas revoloteando alrededor de una caja de pizza aceitosa.
¿Y Guille? ¿Y el Gordo?
Buscó el cargador y enchufó el celular. Esperó ese tiempo prudencial para que encienda el teléfono. Ningún mensaje. Como pudo comenzó a llevar los vasos y los platos a la cocina. En una bolsa negra tiraba los restos de comida, las servilletas usadas y las cenizas de los ceniceros. Intentó barrer, pero se sentía muy mareado. Se preparó un café bien negro, lo tomó y se fue a duchar. Salió del baño con más preguntas que respuestas. Se acordó de Norita, los dos fumando en el balcón, hablando de la vida, como solían hacer en esos momentos donde el aire de la fiesta empezaba a ponerse espeso. No estaba seguro si eso había pasado ayer, sus recuerdos eran confusos. ¿Cómo había terminado en su cama, sin remera, con el jean puesto? ¿Qué había tomado? ¿Con quién estuvo?
Con un poco más de energía se dispuso a limpiar el piso del comedor, antes, le envió un mensaje de voz al Gordo. Breve, no escucha mensajes que duren más de un minuto: “Gordo, ¿qué hacés? ¿Dónde estás? ¿Qué pasó ayer? Se me parte la cabeza, estoy roto y no me acuerdo de nada”. Le clavó el visto. Siempre hace lo mismo cuando está de resaca, pensó.
Siguió limpiando. En cada escurrida de trapo trataba de recordar algo. Nada concreto, algunas imágenes fugaces. Sonó su celular.
—Guille. ¿Qué hacés?
—Boludo, estoy en el hospital.
—¿Qué pasó?
—El Gordo chocó anoche.
—¿Qué?
—Sí, cuando se fueron de tu casa.
—¿Quiénes?
—El Gordo y Norita. Parece que la iban a seguir en otro lado. Está en terapia. Se perforó no sé qué cosa. Está jodido. Eso dicen los médicos, pero mucho no entendí porque estos tipos siempre hablan difícil.
Silencio del otro lado del teléfono.
—¿Estás ahí? ¿Escuchaste lo que dije?
—Sí, sí. Te escuché. Decime dónde estás y voy.
—Por ahora en el Tornú. Capaz lo trasladan.
—¿Y Norita?
—Me estoy quedando sin batería. Te espero acá, entrás por guardia. Chau.
Se quedó inmóvil con el celular en la mano. Se sobresaltó con el ruido de la puerta de la cocina rebotando por el cruce del aire que ingresaba de las ventanas que había dejado abiertas para ventilar. Escurrió el trapo, llevó el balde al lavadero y se fue a cambiar.
Bajó por el ascensor, no estaba en condiciones de bajar dos pisos por escalera como solía hacer cuando quería ganar tiempo. Su cabeza era una licuadora de pensamientos. ¿En qué auto estaba el Gordo? Si estaba a las puteadas porque el hermano no le quería prestar el suyo. ¿Y con Norita?
Llegó al hospital y no encontró a Guille por ningún lado. Una señora, que estaba sentada en una silla de la guardia esperando algo, le dijo que si buscaba al chico morocho de rulos se había ido a acompañar al otro chico que estaba grave. Según la señora, lo llevaban a hacer un estudio a un centro de mayor complejidad porque en el hospital cada vez hay menos presupuesto y ya no tienen aparatos para hacer estudios importantes y que ella estaba esperando para otro estudio hace horas. Con la cara le hizo una mueca de agradecimiento y salió de la guardia. No era momento para hacer causa común sobre la situación presupuestaria y edilicia del hospital público.
Vio que en la recepción de la guardia estaban haciendo cambio de turno. Espero y se acercó, quería saber algo de Norita. Cayó en la cuenta de que no sabía su verdadero nombre. Ellos le decían así porque tiene la voz parecida a la tía de uno de los pibes del grupo, pero no se llamaba Norita. Guille no respondía el teléfono, la guardia estaba colapsada, personas entrando y saliendo, chicos llorando, médicos gritando apellidos, enfermeros haciendo recomendaciones. Se fue al kiosco a comprar cigarrillos y algo fresco para tomar. Le sudaban las manos, sentía su cuerpo pesado.
Se lamentó por no recordar el nombre de Norita. Puteó al Gordo, a Guille, a la señora que le habló en la guardia. Quería saber dónde estaba ella, por qué se fue con él. Recordó que Norita, en el balcón, le comentó que estaba arrancando una historia con alguien. Él no le dio importancia porque no la notó tan entusiasmada o eso le pareció. “Era el gordo”, gritó. “Con razón había desaparecido en los últimos días, ponía excusas para no ir a jugar a la pelota, para ir a la parrilla”, continuó despotricando en voz alta. ¿Cómo no se dio cuenta que ellos dos estaban en algo? Caminaba de esquina a esquina hablando solo. Sintió una vibración en su pierna. Era Guille.
—¿Dónde estás?
—En frente del hospital, en el kiosco. ¿Vos?
—Volviendo a casa. El Gordo quedó internado en una clínica cerca de su casa. El hermano gestionó el traslado por la obra social.
—¿Qué sabés de Norita?
—Nada. El hermano del Gordo me dijo que le había avisado a la familia.
—¿Qué pasó?
—Parece que se comieron un auto de frente, en la avenida. Iban los dos muy borrachos, sin cinturón.
—¿Qué pasa entre ellos?
—¿Qué?
—Eso Guille, ¿vos sabías todo? ¿Por qué no me dijiste? ¿Cuánto hace que están?
Guille no dijo nada y cortó el teléfono. Quería descansar un poco, comer algo, bañarse y volver a la clínica.
Él se fue caminando a su casa, con las mismas preguntas sin respuestas. Aún tenía pendiente limpiar los restos de la fiesta de anoche y si llegaba a tiempo, tenía que llamar al flaco de la cortina para que fuera a colocarla.