#MujeresQueEscriben

Por Mercedes Turquet 

Todo empezó mucho antes de aquella vez en la que mi mamá cruzó un límite; eso lo tengo claro, la causa vivía en mí mucho antes de que yo pudiera reconocerla. Pero esa tarde en que mamá entró y sin pedir permiso, mientras terminaba de fumar un pucho en el patio antes de pasar a la casa, mientras hablaba encima de mis preguntas sin responderlas, justo en ese momento arrancó los dientes de león que crecían en un rincón desde el suelo entre la medianera y la última maceta. Tomó las hojas con su mano hecha un puño y tiró para arriba. Así. Y los sacó con raíz y todo y los revoleó al medio del patio. Después los barrés, ¿no? Y me quedé muda. ¿Estás bien? ¿Qué pasó? ¿Dije algo?

Que por qué arrancaste los dientes de león, mamá. Cuando reaccioné.

Qué qué son los dientes de león. Ah, ¿esos yuyos? Bueno, pero son unas plantas de porquería.

Que si me pediste permiso para arrancarlos.

Que qué no seas exagerada, caprichosa, si no me di cuenta, no lo hice a propósito que si tanto te gustaban porqué no los ponías en una maceta.

Entrá y tomá un café, mamá. Bueno, pero rápido porque tengo que ir a buscar a tu papá al oculista.

Esa tarde marcó un punto sin retorno, y con mis amigos empezamos a armar bombas.

La causa era simple: que lo silvestre volviera a brotar.

No voy a mentirles, a mí también me excita el aroma de los jazmines, de los azhares, de las fresias. Y aprecio la compleja estructura de una astromelia o de una hortensia. Por supuesto que disfruto el tacto de una grama bahiana bien cortada, o de unos tréboles apenas florecidos al borde de la franja de césped antes de que empiecen los canteros. Pero no entiendo esa división social de la botánica. Si las plantas se seleccionan solas, si sobreviven a todo lo que se les echa encima, incluido el pavimento, los humos tóxicos, las aguas cloradas; nunca se enteraron que a ellas también les aplicamos la teoría del valor. Por ejemplo, a las rosas. En algún momento se estableció que crecerían por cultivo; es decir, mediante una actividad industriosa con un saber específico. Se acordaron el tipo de luz, de temperatura, de abono y mano de obra necesarios para obtener ejemplares siempre perfectos. Se estableció el momento justo de la maduración en el que los capullos de rosa deben ingresar en una cadena de distribución hasta llegar al consumidor, que los puede adquirir por unidad, media docena o docena completa. También existe la posibilidad de comprar el plantín y, con él, un estatus de cultivador de rosas. Podemos pensar en un ejemplo menos suntuoso que la rosa, pongamos, las suculentas. Esas plantas son de replicación fácil y no precisan mayores cuidados, pero como en las ciudades las personas disponen cada vez de menos tiempo y espacio para cuidar plantas, parece ser que las suculentas se retasaron por su naturaleza guerrera: encerradas en pequeñas macetas y habitaciones acristaladas, sobreviven al exceso de agua y al sofoco de vivir entre ventanas cerradas. Con ellas se puede presumir de ser un buen naturalista, sin necesidad de comprometerse del todo con la Naturaleza.

Decidimos que nuestras bombas irían a parar a todos los espacios comunes que se pudiera: canteros de plazas, caminos ruteros, franjas de costa; pero también a cada pequeña maceta o cada pequeño hueco encontrado en veredas o dinteles, esos territorios disputados por caniches meones, palomas, ratas y cucarachas. Animales que serían nuestros socios a la hora de propagar.

Cada bomba era un almácigo de germinados. Empezamos con semillas y tierra compradas, pero con el tiempo cada miembro de la causa fue armando en sus casas, en el espacio que tuviera, un pequeño huerto y algún sistema de compostaje. Intercambiábamos lombrices, humus y semillas. Yo juntaba las colillas de cigarrillo de mi familia para armar pesticidas caseros; otros experimentaban con las heces de zorzales y palomas para conseguir abonos naturales.

Foto: Mercedes Turquet

Empezamos con los girasoles. Sabíamos que desde que la pampa húmeda se dedicaba cada vez más a la soja, los girasoles eran memoria viva de un pasado mejor, de rutas de trigales y granos al costado del camino. Si las personas veían que de golpe empezaban a crecer girasoles en las rajas de las veredas no se iban a incomodar. Algunos los quitarían, pero la mayoría los dejarían crecer. Mis padres, por ejemplo, se asombraron al ver uno, bien amarillo abultado, creciendo en su jardín y enseguida le dieron un lugar y empezaron a observarlo para aprender a cuidarlo. Mientras tanto, en nuestro cuartel, pusimos a brotar algunos frutales: mango, papaya, choclos, palta, limoneros. 

Durante el tiempo que duró la cría de frutales nos dedicamos al armado de bombas de aromáticas. Esas tampoco serían erradicadas tan rápidamente, porque la albahaca, el romero, la lavanda, el burrito, el perejil y la menta gozan de popularidad gastronómica.

Nuestra primera vía de organización fue Facebook, yo participaba de forma activa en grupos de alimentación vegana y medicina ayurvédica pero aun así tuve cuidado al comenzar la convocatoria. Aproveché una de las juntadas veganas para dejar una pila de folletos que decían: “Este es un llamado a la acción en contra del clasismo botánico. Vamos a propagar todas las especies sin distinción. Unite en FB a MANIFIESTO_DE_YUYOS.” En cada folleto estaban pegadas algunas semillas. El grupo no tardó en llegar a los 1000 miembros distribuidos por todo el país. 

A la causa original la formamos entre 5 personas y habíamos experimentado con una tirada de bombas en las plazas del barrio antes de empezar la convocatoria masiva. Cuando decidí que no podía mantenerme pasiva ante la intrusión indiscriminada del paisajismo y el cultivo extensivo de plantas extranjeras convoqué a tres de mis mejores amigos de la infancia, los más disconformes con las reglas y convenciones sociales pero con un perfil bajo, serían los socios más entusiastas. La quinta persona y la que contribuyó con su casa como cuartel fue Savia, la dueña de la pequeña dietética de mi barrio a quien había invitado a participar del grupo de alimentación vegana. Savia vivía en una casita que se limitaba al espacio de un comedor cocina, y una habitación diminuta, con el techo de chapa y el piso de cemento alisado, pintada, emparchada y mantenida con preciosismo de época (campana en lugar de timbre, veleta en el techo, tinglado pintado de rojo, las paredes blanco cal y las persianas, azules). Era un resto antiquísimo de estancia, familias de caseros habrían vivido en esa casita durante por lo menos 100 años hasta que ella llegó en los 90, cuando era apenas una nenita. Su mamá y otros dos amigos eran okupas y habían entrado a la casa porque les habían asegurado que nadie la reclamaba. Cuando Savia llegó a la adolescencia, los okupas decidieron seguir viajando por el mundo, incluso su madre, y ambas estuvieron de acuerdo en que tenían conceptos distintos del viaje, de la vida y de las raíces. Savia se quedó sola por fin en el ranchito diminuto en medio de lo que parecía un paraíso original: vivía en el centro de un terreno que ocupaba el espacio de un cuarto de manzana, poblado de hierbas de todo tipo, que crecían casi sin intervención. “La maleza” tenía escrito el cartel que había colgado en la puerta de entrada. El enrejado estaba cubierto por campanillas y enredaderas perennes para evitar la mirada de curiosos. Ningún Carlos Thays había formateado la mirada virgen de Savia sobre la naturaleza. Había viajado mucho a dedo con su madre y había aprendido a observar paisajes áridos, húmedos, montañosos, costeros, a reconocer hierbas y hongos comestibles. Nadie puso en duda que “La maleza” tenía todo lo que la causa necesitaba, y todos colaboramos para que funcionara. Jaco, Ivi y Roma llevaban vidas más convencionales por la pura necesidad de mantener un alquiler y una apariencia. Ivi había estado casada y semana por medio se hacía cargo de su hija, apenas si podía mantener un departamento pequeño con balcón en el centro de la ciudad y una escuela jornada completa con su salario de empleada de comercio. Jaco daba clases de música en escuelas primarias y jardines, y compartían con Roma un ph de tres ambientes pequeño, húmedo y oscuro a pocas cuadras de casa. Roma tenía un estilo de vida que excedía el promedio de sus posibilidades, siempre usaba camperas y zapatillas de marca y salía por lo menos 3 veces por semana hasta la madrugada, hasta exprimir los pagos que recibía como vestuarista en publicidad, y nunca se demoraba ni un día en aportar su parte de los gastos. En “La maleza” nos juntábamos espontáneamente, colaboramos con la huerta, Ivi y yo empezamos a experimentar con panales y todos los sábados por la tarde nos dedicábamos a la causa. 

El sistema de la causa funcionaba así: en grupos armados por cercanía juntábamos los almácigos clasificados por tipo de planta y fase de propagación, y, las noches de la época adecuada, formábamos dos escuadrones. Uno salía primero a humedecer las zonas con botellas de agua, con sistemas de riego improvisados sobre un auto; y al rato pasaba el siguiente escuadrón, a pie o en bicicleta, echando las bombas. Si teníamos tiempo y poseíamos más recursos, un tercer grupo pasaba echando tierra sobre los almácigos. Todo debía hacerse rápido, las patrullas ciudadanas no veían con buenos ojos que grupos de personas salieran de noche a merodear.

Eso se reproducía en cada localidad que la causa existiera.

Foto: Mercedes Turquet

El primer problema llegó con el aumento exponencial de insectos. Para la tercera temporada, cuando ya estábamos liberando algunos frutales, la población de abejas, avispas y escarabajos se había multiplicado tanto que en las redes se armaron grupos de alerta y los medios de comunicación empezaron a replicar todo reclamo con dedicación. Todos buscaban alinearse con los alérgicos para denunciar el peligro de reproducción indiscriminada de insectos. Desde que la causa había empezado a soltar bombas, se levantaban quejas por aquí y allá, pero no encontraban una forma orgánica de expresarse. Las alergias fueron la oportunidad para que los anti yuyos empezaran a ganar visibilidad. Pero Laura (a quien tampoco llamaré por su verdadero nombre), integrante del primer grupo de la causa de la zona central de la Capital, lanzó la contraofensiva: ella tenía una hija alérgica a las picaduras y había notado que con la mayor exposición a los bichos y a las propiedades naturales de los yuyos que reverdecían la ciudad, su hija había mejorado notablemente. Laura empezó a reunir a decenas de mujeres de Chacarita, Colegiales, Almagro, Palermo y Paternal que sostenían el principio homeopático de exponerse a pequeñas dosis de aquello que te provoca daño para combatirlo, neutralizarlo y crear defensas. Supieron resistir un buen tiempo los embates de la prensa y de los odiadores seriales de las redes.

Por su parte, los tradicionales amantes de la jardinería mansa y ordenada se organizaban para comprar pesticidas al por mayor, porque en las tiendas de barrio no daban abasto. Mi madre, por supuesto, conseguía pesticidas para toda su cuadra y me llevaba semanalmente unas botellas a casa junto con las colillas de cigarrillo. Yo escondía las botellas para que no las viera intactas a la semana siguiente, y no contestaba a sus preguntas de porqué  tenía el patio tan salvaje, que tenía las ventanas plagadas de lazos de amor y malvones. 

Los frutales ubicados en banquinas y costas llegaron a ser muy apreciados, los vecinos que primeros los descubrían se ponían de acuerdo para cuidarlos y aprovechar las cosechas. En las cercanías disponían algún terreno para cultivar berenjenas, zapallitos, vides y bananos. Las zonas ferroviarias se llenaron de calabazas, tomates, sandías y melones. Por eso, para el cuarto año era difícil distinguir qué grupo o qué individuo que sembraba o protegía plantas pertenecía a la causa o era algún asociado o, directamente, alguien que desconocía el origen de semejante despliegue pero que lo aprovechaba por su propio interés. 

A los grupos de resistencia de alérgicos se les sumaron los grupos con base en el mercado central, que reunían verduleros y pequeños y medianos productores. Los productores grandes ejercían presión directamente sobre el gobierno: la cerraja amenazaba los campos de cultivo para exportación; la quinoa crecía salvaje por la precordillera sin respeto por otras actividades de explotación agrícola. Las patrullas de bombas de yuyos fueron cada vez más difíciles de aplicar porque allí donde había una célula de la causa enseguida eran interceptadas por grupos organizados representantes de productores y comerciantes de vegetales. Entonces empezamos a aplicar un modus operandi alternativo que fue liberar bombas en los frentes de casas elegidas al azar con un pequeño cartel con alguna frase neutra: “usalo como quieras”, “si tenés un pedacito de tierra, plantame”, “aromáticas autosustentables.”

Ocurrió por ese entonces que en un grupo en General Pico se instaló como una buena idea la de tirar bombas especiales alrededor de la comisaría; la organización central no se enteró de las acciones de ese grupo en particular hasta que llegó la época del desarrollo de los frutos. En marzo del quinto año de la causa, se armó un escándalo mediático sin precedentes porque todos reprodujeron la noticia de una comisaría rodeada de cannabis en flor. Cuando la policía declaró públicamente que extraerían las plantas de inmediato, las personas reaccionaron sin reparo por las cámaras de tv local y nacional, ni de los celulares de los chismosos que ya habían copado toda la cuadra: se acercaban corriendo a cara descubierta o con algún pasamontañas improvisado con la remera para arrancar las plantas y llevárselas lejos, antes que las fuerzas las hicieran desaparecer. 

Ese episodio marcó nuestro paso a la clandestinidad, eliminamos el grupo de FB, quitamos de nuestros whatsapp a todo miembro que no fuera de nuestra absoluta confianza y decidimos continuar trabajando pero de forma local, situada y autárquica. Pero para entonces al menos un tercio de la apariencia de las ciudades había cambiado completamente. En vano el gobierno de la Ciudad derrumbaba parques para construir plazas secas, porque ni bien terminaban de aplicar la última capa de hormigón aparecían brotes de caléndulas, fresias, singomios y enamoradas del muro. Con el correr de los años las plantas se habían hecho muy fuertes y era evidente que los cordones de micelios se habían reforzado porque ahí donde se arrancaba una monstera enseguida empezaba a crecer una palmera. A mí me costó despedirme de mis padres, sentí una nostalgia infantil cuando visité su casa por última vez, en definitiva, muchos de los primeros ejemplares habían salido de su casa y hoy explotaban en balcones y terrazas a muchos kilómetros de distancia. La tristeza fue enorme cuando noté que su casa seguía casi igual, y ellos no descansaban tratando de mantener un ambiente clasificado, doméstico y adornado.

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