#MujeresQueEscriben

Por Mariana Juda Ungar

Clarita vomitó. Era la quinta vez en el día y eran recién las dos de la tarde. Tenía siete meses y desde que había comenzado a ingerir sólidos estaba más inquieta, irritable y sensible que nunca. Había aceptado casi todos los alimentos, excepto la frutilla, a la cual resultó ser alérgica.

Su mamá tenía experiencia en el tema alimentación por su hijo mayor, Arturo, quien jamás manifestó problema alguno con la comida. Sin embargo ahora, con sus seis años, pesaba como un niño de diez. Ella no veía en eso un problema, ni siquiera una molestia. Cuando se está sola todo el tiempo al cuidado de dos criaturas, que algo no resulte un problema es lo mismo que decir que es un milagro.

Cuando llegó la hora del baño metió a ambos niños en el agua. Desde que Clarita había nacido la situación se resolvía así: lunes, miércoles, viernes y sábado, los dos niños juntos. Martes, jueves y domingo eran los días libres, ni ella ni los niños se bañaban. Era su secreto. De todos modos, vivía sola y Arturo aún no distinguía bien los días de la semana como para que pudiera comentar con alguien más dicho esquema. Además, no iba al jardín, aparte de su mamá no tenía mucho con quien hablar. La madre creía fervientemente que no hacía falta institucionalizar a los niños antes de los siete años.

—Mamaaaaaaá, Clarita volvió a vomitar, qué asco… ¡Ensució el agua!

Había aprovechado a poner a hervir los fideos. Era miércoles, día de pastas, para eso también tenía un esquema. Mientras los niños jugaban en la bañadera ella solía adelantar la comida.

Puso la olla en mínimo y fue hasta el baño. No imaginó el desastre. El agua completamente sucia con restos de comida por todos lados, incluso fuera. Ambos niños embebidos de vómito y Clarita que, con sus manitos en la boca y sonriendo, se lo tragaba junto a sus lágrimas. Arturo, por su parte, luchaba por sacarle restos de comida a su avioncito azul que tenía las hélices manchadas de tomate triturado. Cualquier cosa le podían hacer, pero no a su avioncito.

Lo primero que atinó fue sacar a la bebé del agua podrida y apoyarla en la bacha. Miró la podredumbre estancada y le dio su collar para que se entretuviera. No había ningún juguete limpio a mano.

Ayudó a salir al nene, lo envolvió en una toalla, sacó el tapón de la bañadera y esperó que el agua se escurriera. Arturo se aferraba a su avioncito- ya limpio- como si fuera un amuleto.

Una vez resuelta la situación -con los niños aseados y cada uno en su pijama- les sirvió la comida. Eran las 21.30. Mientras subía el volumen de la radio -empezaba su radionovela- los niños jugaban entre fideos. Les había prendido la televisión puntualmente, los hermanos tenían vía libre para la pantalla el tiempo que durara su programa. Era su momento.

“Bienvenidas… las nueve y media de la noche, aquí en AM 555. Para hacerte compañía, abrazarte entre canciones y palabras. Soy Nelson Correa, tu guardián de todos los miércoles”.

Cuando la voz comenzó a hablar, la madre dejó de escuchar a los niños. Había algo en aquella vibración -ronca, grave, viscosa- que hacía que se olvidara de todo, incluso de sus hijos.

Hay momentos en la maternidad que resultan oasis. No importa qué pase alrededor, va a resultar imperioso irse, aunque sea con la imaginación. Y eso precisaba ella, irse. Lejos, muy lejos de ese universo de tres. Nomás un rato, de aquella rutina insidiosa que amaba y detestaba en partes iguales.

Clarita y otro vómito. A la madre le llegó el reflujo a la vez que escuchaba al hombre recitar el poema elegido. No podía ser. Solo pedía noventa minutos de intimidad con ese hombre.

Las arcadas de la niña se oían entre pianos y sonetos. Una parte de la madre se sentía algo preocupada -la niña llevaba vomitando todo el santo día- pero otra parte se encontraba en calma. Como dos fuerzas opuestas que pugnan por ganar.

—Mamaaaaa… Clarita me vomitó el pijama. Estoy todo sucio y ella tiene el pelo lleno de pedacitos de fideos. ¡Se parece a la muñeca de pelos de lana! jaja

Arturo gritaba desde el living sin sacar la mirada de la pantalla. La madre le dijo que se quedara tranquilo, que enseguida iría a cambiarlo otra vez.

Inhaló y exhaló varias veces. Ya había terminado el poema y ahora el locutor preguntaba cómo estaba resultando la noche, quería saber de ellas, de sus oyentes. Nelson estaba preguntando por ella de esa forma tan única que solo él podía lograr.

¿Qué cómo estaba siendo su noche? Hacía cuánto que no se lo preguntaban. Lo que venía de afuera siempre tenía que ver con sus hijos. No recordaba cuándo había sido la última vez que alguien la había interrogado de esa manera, que a alguien le importara cómo se sentía. Quizá tampoco hubiera sabido qué responder.

Primero sonrió, irónicamente. Después recordó que allí solo estaba con sus hijos y nadie podía verla. Aquello que primero le causó gracia- seguramente en nombre de su defensa- luego se sintió como una piedra atravesada en la garganta. No la vio venir. Sintió una necesidad imperiosa de acurrucarse en su cama en posición fetal y liberar esas lágrimas que peleaban por salir.

Hacía meses que no lloraba, que no se quejaba, que no maldecía, que no dormía, que no descansaba. Solo pedía ese rato para ella, una hora y media por semana. ¿Podía ser tan difícil?

Ella estaba haciendo todo sola. Era mucho, lo sabía, pero nunca imaginó llegar a sentirse así. Se lo habían advertido, no una, sino miles de veces, pero siempre observó en aquellos comentarios residuos de envidia y compasión. Ahora empezaba a comprender el alcance de esas sugerencias. Mientras reflexionaba angustiada sobre aquello, escucha un nuevo llamado.

—¡Mamaaaaá, Clarita se está comiendo tu collar!

Creía no tener opción. Aunque deseaba furiosamente seguir replegada sobre sí misma y llorar todo lo que le diera la puta gana, la posibilidad de que Clarita se ahogara con el collar, hizo que en menos de dos segundos se apareciera a socorrerla. La beba relamía la joya como si fuera un gato famélico.

Se había obsesionado con el dije del puercoespín. Cuando la beba divisó a su madre, le sonrió. La madre notó restos de desafío y provocación en aquellos ojos vírgenes. Una mezcla de desesperación y alivio la hizo romper en llanto, una vez más. Pero claro, cuando le sacó el objeto bruscamente de la boca, Clarita comenzó a gritar como si la estuvieran torturando. Y con el grito, apareció otra vez el vómito.

La madre necesitaba que dejara de vomitar y, sobretodo, que se callara, ya había perdido demasiado programa.

Luego de limpiarla, la colocó en su pecho izquierdo con el único objetivo de que hiciera silencio. Hacía meses que había dejado de amamantarla y utilizaba ese recurso cuando ya no tenía más opción, sin embargo, de la teta de su madre no salía más que tensión y lágrimas.

Caminó apurada con la beba colgándole hacia donde se encontraba la radio. Nelson recitaba las últimas estrofas de una canción de amor, su preferida. Subió el volumen. La fantasía se diluyó con un nuevo sollozo. O vómito, a esa altura no lograba diferenciar uno del otro.

La madre escuchó a Arturo chillar de hambre. No aguantaba más.

Volvió a llorar. El caudal la mojó entera y le abrazó su cintura. Se imaginó bailando con su propia sombra, en medio del living y con una copa de vino tinto en la mano.

El programa había terminado.

Olió a su hija y le pidió disculpas. Notó la respiración de Clarita más pausada, rítmica. Estaba quedándose dormida.

Con ella a upa fue a ver al niño. Absorto a medio metro del televisor, sin conexión alguna con el ambiente, se relamía extasiado mientras hurgaba con una cuchara el pote de dulce de leche.

Apoyó el bulto en su cuna. Pasó junto al chico que seguía comiendo.

Dio vuelta el canasto de juguetes y los desparramó por el living. Tomó de la alacena galletitas y pan, sacó una botella de agua y la destapó. Luego preparó una mamadera y la dejó sobre la mesa. Se dirigió a su habitación y buscó dos frazadas del placard, después las extendió meticulosamente sobre el sillón. Acomodó los almohadones y barrió restos de comida.

Cuando terminó se cambió de ropa —aún seguía en camisón—, revisó su cartera y tomó el abrigo. Afuera había empezado a llover. Cerró las cortinas. Agarró las llaves y salió de su casa.

Ya no oyó nada más.

 

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