Una mujer despierta en un auto volcado en plena avenida nocturna. En el asiento de atrás viajan también una joven de quince años y un perro. La mujer no recuerda quiénes son, ni qué están haciendo ahí. Lo único certero es que están vivos.
Con esa perturbadora escena empieza la nueva novela de la autora argentina Camila Fabbri, La reina del baile (Anagrama, 2023).
Ya en el capítulo siguiente, el lector conoce el pasado de la conductora del auto, Paulina, una mujer joven que se separa de su pareja y emprende un viaje en su Peugeot 307 hacia la costa sur con Maite, su compañera de oficina, y con Gallardo, su perro. Así, entre idas y vueltas entre pasado y presente, transcurre esta historia vertiginosa y actual.
Sobre la autora
Camila Fabbri nació en Buenos Aires en 1989. Es escritora y directora. Escribió y dirigió cinco obras teatrales y colabora en diversos medios culturales y literarios. En 2015 publicó Los accidentes, su primer libro de relatos, reeditado en 2017 en España y Latinoamérica. El día que apagaron la luz (2021) fue su primera novela de no ficción y Estamos a salvo (2022) su segundo libro de relato
Noche de viernes y las luces están bajas
buscas un lugar adonde ir
donde pongan esa música
metiéndote en el ritmo
viniste a buscar un rey.
Cualquiera podría ser ese hombre
la noche es joven y la música está alta
con un poco de música rock
todo está bien
estás de humor para un baile.
Y cuando tienes la oportunidad
eres la reina del baile
joven y dulce.
ABBA
Ayer por la noche salimos a bailar y te rompí la pierna.
Perdóname. Estuve muy torpe, y
te quería aquí en la clínica, ¡donde soy el médico!
KENNETH KOCH
0. DEPORTES DE IMPACTO
–Chh, Paulina. ¿Estás ahí?
Apenas logro abrir el ojo derecho y noto que algo fino y agudo me está comiendo el globo ocular. Podría ser el pico de una pobre paloma torcaz. Me parece que me sangra la córnea, o tal vez sea la pupila. No lo sé, no estoy segura. No tengo mucho vocabulario para la vista. Por la luz diría que es de noche: esos rayos rojos y amarillos que avanzan desde atrás de los edificios, pero tampoco lo sé. Apenas logro ver la rama seca de un árbol arriba del capó. Mando la señal con el cerebro pero el torso no responde, mi cuello sigue intacto. Despego la nuca del asiento delantero del auto y una cascada de vidrios cae hasta rodearme el culo como si fuera una fogata. Algunas astillas se me clavan en la raya. El dolor es cierto. Lo que pensé que era un pájaro picándome el ojo en realidad es vidrio, el blindaje antivandálico que pagué en doce cuotas sin intereses el año pasado. Esos actos que fingen pequeñas valentías.
El torso tampoco me responde, sigue adherido a la cuerina ahí, con el cinturón de seguridad puesto, como si yo misma fuera ese muñeco de plástico que usan para los simulacros de la desgracia vial. El estéreo sintoniza un dial que no existe. Se oyen mil voces de mujeres, hombres, criaturas. Cada tanto una tanda de publicidad. De vez en cuando aparece alguna palabra nítida como «inflación», «dólar», o alguna frase hilada como «Supermercados Rua», «Jabón Fuku», «Sigue la preocupación por el aumento de».
Tengo el pecho caliente y el latido de mi corazón apenas lo noto. Es una agitación demasiado tímida. Algo a punto de desaparecer.
–Chhh, ¿me escuchás? Paulina, no te hagas la muerta.
El silencio debe ser por la hora, está demasiado callado ahí afuera. Tendré que esperar a que alguien venga a buscarme. Un líquido caliente se derrama ahora desde el interior de mi oído. Eso puede querer decir muchas cosas, ninguna buena, ninguna saludable. Tengo frío, me tiembla la mandíbula. Alguna vez oí hablar del frío que se siente antes de morir, pero yo juraría que esto que hago acá es estar viva. No sé adónde iba, tampoco de dónde vengo. No hay nada que yo sepa.
Quiero gritar ¡Felipe! pero no me sale la voz. Además del pecho, también siento la garganta caliente, y las tetas como un nido de gorriones. Bien podría tener plumas ahí dentro. Desde que abrí los ojos que tengo sensaciones de pájaro. Algo en este coche me genera náuseas, ¿o acaso es alergia?
Ahora sí logro ver con claridad una cosa. Parece que el parabrisas tuviera una mancha de aceite o eso que pasa cuando se golpea un charco de agua, que se expande en una rotura que pareciera que alguien vino y dibujó. Ahí muy chiquita, en el fondo abajo, noto una mancha de color entre café y bordó. Esa sangre es mía: aunque sea igual que cualquier sangre que haya visto, sé que es mía. Puedo verle el ADN desde lejos. ¡Qué mal quedó el auto! Ahora es una chatarra más y antes era un objeto querido, o al menos tenido en consideración. ¿Quién se apiada de los autos abollados? Se me astilla el corazón de verlo así.
Silencio.
Puedo verme las zapatillas blancas, intactas, que me calcé mientras oía la risa histérica de dos conductoras de radio. El jean que me queda grande y esas bolsas grises de tabaco. Entonces no, claro que no, no estoy tan mal de la memoria. No es alzhéimer o una degeneración en el tejido del cerebro. Tengo otra cosa. Las ramas del árbol que puedo ver también podrían ser neuronas, y la rotura en el parabrisas también podría ser una cadena sin fin de conexiones nerviosas. Qué buena soy haciendo síntoma. Qué agudizado tengo el oído para el malestar, cualquier malestar, todos los malestares juntos. Es que me duele tanto el ojo, es que estoy tan ahí nomás de perder la visión.
Muevo apenas el cuello y todo el cuadro se pone amarillo. Solamente puedo oír con claridad y lo que viene es el fium del primer viento de la jornada. Un perro corre afuera del auto y sube sus dos patas delanteras a mi ventanilla. Me mira y jadea, de la boca le sale la típica saliva mamífera. Ensucia mi auto. Sabe que acá dentro hay una criatura moribunda, o es que le atrae el olor de la sangre. Claro, los animales. Tiburones y perros no difieren en nada. Salí de acá, basura, le diría. Cuadrúpedo callejero de barrio pobre. Andá a chupar algo muy sucio. No me mirás con solidaridad, querés chuparme la sangre del ojo como si fuera un helado de agua. Si fueras mi perro te encerraría en la cocina con la luz apagada. Ah, qué poca imaginación para la maldad. Sigo viendo amarillo. Detrás de mí oigo, apenas, una respiración. No puedo girar el cuello. Sospecho que está roto, y si fuera así, me creman o me sumergen bajo tierra en un cajón de madera con un Cristo plateado. Subo la vista, lo que puedo, lo que me permite esta posición, este cinturón salvador, este estado de vegetación. Apenas veo pero veo. Dormida o desmayada, no creo que muerta, una chica de alrededor de quince años. Lleva un vestido floreado y zapatillas blancas iguales a las mías. No sé quién es pero está en mi auto y tampoco se mueve. Me pregunto qué estará haciendo y me da tanta ansiedad no encontrar en ninguna espiral de mi cabeza algún hilito para tirar que me diga quién es esta lacia finita, esta criatura accidentada y llena de vida. Dios mío. No creo en Dios, pero igual digo mucho Dios mío o Por el amor de Cristo.