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Cachito mío

Por Patricia Argüello Muldowney

Cuando vivíamos en Aguilar y Once de Septiembre el mundo era casi perfecto. Ocupar la última casa del PH me permitía atravesar el pasillo oliendo los perfumes de otros hogares. Mis favoritos eran los que salían de la ventana de la señora Bárbara, con sus masas vienesas. No me convencían los de la casa del medio, tal es así que ni recuerdo el nombre de los que allí vivían, olor a churrasco dulzón. Una viejita vivía sola en una pieza de la casa lindante, y me encantaba saludarla a los gritos mientras regaba los lazos de amor del pasillo.

No éramos tan avispados los niños de entonces. Por lo menos estoy segura de haberlo sido. Mis pensamientos flotaban como nubes inútiles, de un lugar a otro, sin orden ni provecho, como la mente de un gato. Los adultos eran mis siervos, me mostraban con su ropa si era invierno o verano, a quien saludar y a quien evitar, como las gitanas o el botellero, que robaban niños que se soltaban del brazo de la madre.

Nunca me despedí de ser petisa, a veces lo lamento, tenía su encanto. Las siestas de verano arrastrándome por las baldosas que mi madre lustraba con vocación de eternidad me alcanzaban y sobraban. Durante las tardes de invierno, en cambio, esperaba el regreso de mi hermana y su cartuchera repleta de lápices de colores. Lograr que me los prestase ocupaba la última parte de la tarde, hasta que llegó el primer televisor en blanco y negro.

La admiración por mi hermana era proporcional a la irritación que le provocaba mi existencia. Mi madre nos elegía vestidos iguales. Si habremos recorrido modistas. Con mi mente de gato las distinguía por los olores de sus casas y por sus voces. Cuando mi madre nos retaba ellas sonreían y decían pobrecita. Mi madre sabía exactamente lo que quería; en una bolsa llevaba la revista con ilustraciones de nenas primorosas, luciendo vestidos junto a la tela lavada y planchada. Si alguna modista la desafiaba mostrándole otra revista, mi madre jamás cedía. Ojalá hubiera conservado esa claridad con respecto a otras cosas.

Algo que me preocupaba: tener el pelo largo. Las persecuciones de mi madre para evitar que entrara al baño a empaparme el pelo y lograr el lacio solamente cesaron cuando comenzó a sentarme a mí también en el sillón de Josefa, pero no para hacerme uno de esos peinados con forma de factura que le hacían a ella. Josefa, implacable con sus tijeras, me pasaba un cepillito por el cuello mientras mis lágrimas mojaban rulos cadavéricos en el piso de mosaicos. En todos lados había pisos de mosaicos.

Los jueves eran los días esperados hasta tarde, cuando llegaba mi padre con la revista Anteojito, y entonces sí comenzaba la lucha con mi hermana. Ella era muy huesuda y yo muy acolchada, por lo tanto era yo quien debía esperar el turno.

Odiaba un vestido marrón por sus costuras, que me daban picor. Recuerdo aquel berrinche como si me hubiera visto a mí misma desde arriba, retorcida como una cucaracha a la que le tiran raid, revoleando las antenas y las patas hasta darse por vencida. La foto, horas después, luciendo aquel vestido marrón en el cumpleaños de mi prima me recuerda que mi madre jamás cedía a mis caprichos.

Otra cosa estupenda eran Papá Noel y los Reyes Magos. La avenida Cabildo con carteles que anunciaba la llegada de todos ellos era todo lo que necesitaba para seguir caminando con los pies hinchados en recorrida por zapaterías hasta comprar el par que luciríamos mi hermana y yo durante el verano. Entrábamos a cada negocio a probarnos, como un ritual, el vendedor preguntaba el talle, mi madre respondía, porque los niños de entonces no hablábamos, como los gatos. Mientras veíamos como el vendedor era tragado por un pozo que llevaba al depósito, nosotras nos zambullíamos en los sillones, abordando los botes del Titanic. Hasta que regresaba, equilibrista de cajas, y con suma paciencia tomaba uno de nuestros pies que a esta altura yacía desnudo, transpirado y avergonzado sobre una pequeña escalerita acolchada. Nunca sabré si el procedimiento era para proteger al zapato o por cortesía, pero recuerdo la incomodidad que me producía que un desconocido no sólo me tocara el pie, sino que me apretara el dedo gordo para verificar si el tamaño del zapato era adecuado.

Tanto los zapatos como el vestido se estrenaban la noche del veinticuatro de diciembre. No veía la hora de que mi madre nos bañara y finalmente me subiera el cierre del vestido. Fue durante aquel baño en el que mi hermana dijo una mala palabra, que mi madre le lavó la boca con jabón Federal. Ella, en lugar de llorar, dijo: ¡mmh qué rico! Me encanta el jabón. Comencé a dudar sobre el criterio de mi hermana al yo también probarlo.

Cuando nos mudamos a un departamento con olor a madera nueva, la modernidad, que era eléctrica, se asomaba de a poco en nuestras vidas: el combinado Ken Brown, los balcones que rodeaban el nuestro, brillaban con luces de colores. Cuánto optimismo.

Me gustaba cuando venían visitas, ver a mis padres con sus amigos, como aquella vez, víspera de reyes. Estaban cantando Cachito mío alrededor de un grabador a cinta marca Geloso, cuando casi nadie tenía ese tipo de aparatos. La novedad de esa noche fue que hubieran venido con su hijo, unos cinco años mayor que yo, de quien nosotras dos estábamos enamoradas. Era rubio, tenía ojos demasiado chiquitos para sus cachetes, pero era el único chico que veíamos de vez en cuando. Me cansaba que Vitito nunca quisiera jugar con nosotras cuando íbamos a su casa, grande y hermosa con jardín y piano. Ni siquiera disimulaba, subía a su cuarto y recién aparecía a la hora de comer. Mi hermana y yo nos entreteníamos con el piano, mirando todo el tiempo hacia la escalera, por si aparecía Vitito.

Mientras los grandes canturreaban, nosotros tres nos fuimos al lavadero, a mirar por la ventana. Me pareció romántico estar ahí, con Vitito, mirando las estrellas y dije: ¡Miren esa estrella grande! ¿Serán los reyes magos? Entonces Vitito respondió: ¡No! ¡Qué van a ser los Reyes Magos! ¡Es el lucero de la noche! Mi hermana y yo lo miramos con atención completa. ¿Conocen el lucero? Nuestro no con la cabeza pareció coreografiado. Sale como una estrella, pero no lo es, es un monstruo horrible, lleno de pinches filosos, que cuando tiene hambre baja, ¡se mete por la ventana y se come a las chicas!

A mí no me produjo nada, tal vez por mi mente de gato, pero mi hermana empezó a llorar a los gritos, tanto que tapó los ay cachito mío, y las madres vinieron a ver qué nos pasaba. Mi hermana toda roja, entrecortando el relato entre sollozos, contó lo del monstruo.

No quise mirar a Vitito cuando lo retaban. A nosotras nos mandaron a la cama. Mientras nos poníamos el camisón vi el gesto satisfecho en la cara de mi hermana. Tampoco a ella la había asustado el cuento de Vitito.

 

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