#MujeresQueEscriben

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Aceptación

Un día sucedió: disfruto al mirarme desnuda en el espejo (y si sucedió esto también podrían suceder otras cosas que concibo fuera del mapa de mi existencia). Observo la luz de la mañana que ilumina mi piel en diagonal y concluyo que me gustan mis piernas de roble y mis pies como raíces, aferrados un poco más abajo cada vez. 

¿Dónde está escrito que hay que ir alto, más alto, si debajo de la tierra está la humedad para germinar las semillas? 

Me pongo la malla para ir a nadar, con el mentón hacia el frente, corrijo la postura de la espalda, separo los omóplatos, algo cruje, me libera. Veo los lunares de mi madre sobre mi escote, sus clavículas sobresalientes, la mandíbula que afinó la cara de luna que fui hasta la varicela de los doce años, las suaves arrugas al lado de los ojos cuando río y cuando lloro. Veo la misma forma de su cadera en mi cadera (aunque en la mía prevalece el hueso, siempre el hueso), la panza nunca chata, ni siquiera ahora que bajé de peso sin querer (sin querer todo lo que ella hubiese querido en mi infancia).

Veo los dos derrames en la pantorrilla y las arañitas en los muslos y esa vena gruesa que sobresale en la pierna izquierda de todas las mujeres de mi familia. La hice pasar por dos médicos y ambos aseguraron que no se trata de nada problemático. Cada año celebro que la vena esté bien.  

Escribe la colombiana Carolina Sanín en su relato Las Alturas: “Uno podría repartir sus cumpleaños a través del cuerpo, hasta que se acabe el cuerpo: un año celebrar la piel; otro año, el pelo; otro, el hígado; otro, las rodillas gemelas.”

¿Será esa vena la que le explotó un día a mi bisabuela Elena? Cuenta la leyenda que derramó un chorrito sobre el piso de mosaicos de la casa, un chorrito fino, sin dolor, que – imagino, supongo, invento- descomprimió la presión de no elegir criar primero hermanos y luego hijos. ¿Será esa vena el río que nos une, nos marca la corriente? ¿Será esa vena la que recuerda que si el río fluye evitamos su desborde y su condena? 

Las verrugas de la mano derecha me recuerdan a las de mi abuela. ¿Ella también tenía una en el dedo anular? Dudo, entonces busco una foto que hice en los últimos años, mientras tomaba mate y se quejaba: «No me saques que salgo horrible». Y ahí veo, es la verruga, su verruga que yo también quiero evitar yendo a la dermatóloga para que la haga desaparecer, aunque, otra vez: nada que genere problemas, más allá de la estética.  

En la playa todas las mujeres somos un poco nuestras madres (puedo rastrear el cuerpo de mi madre entre otros cuerpos que pasan a mi lado). Pienso en esto desde hace algunas tardes, cuando veo llegar a tres mujeres que cosen el hilo de las generaciones: nieta, madre, abuela. Las apodo Las trillizas de oro en honor a aquel programa de mi infancia donde las tres hermanas tenían pelo rubio y lacio y eran flacas y altas como el modelo hegemónico de belleza nos dictaba que teníamos que ser.

Madre e hija usan bikinis. La primera luce una de flores verdes y amarillas, con bombacha de tiro alto que contiene la cadera y corpiño armado. La segunda elige una negra, la parte de abajo mucho más cavada, atada con lazos finos en los laterales, y la de arriba en el clásico triangulito. 

Escribe la norteamericana Sharon Olds en su poema 35/10: “¿Por qué será que justo cuando empezamos a irnos ellas empiezan a llegar | que el pliegue en mi cuello se hace más visible | cuando los bellos huesos de su cadera se afilan? (…) es una vieja historia | la más vieja del mundo | la historia de la sustitución.”

Las Trillizas de oro posan para una foto que toma la mujer mayor, vestida con malla negra enteriza. En la postal se pueden comparar sus curvas, los pequeños surcos en la piel de la madre, que la hija aún no tiene pero pronto va a tener y es probable que se lo imagine pero no lo acepte todavía.

Aceptar: quizás suceda también eso, como podrían suceder otras cosas que ya no parecen estar tan fuera del mapa de mi existencia.

 

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