Por Luján Buzzetti
Orden
Inés ingresa a la oficina con pasos diminutos. Su escritorio está organizado en una cuadrícula. Por la línea eje vertical se encuentra su teclado y, a unos cuantos centímetros, el monitor. A su derecha el mouse acomodado en el centro de su correspondiente almohadilla con apoya muñeca. Y a su izquierda, un anotador junto a dos lapiceras alineadas en el lateral (una para ella, otra para prestar).
Inés acomoda y mide milimétricamente cada elemento de su rutina, así como también sus palabras. Se podría pensar que su compulsión la aleja de las personas, pero se supo adaptar. En el trabajo la quieren porque es buena y responsable. El hecho de que sopese cada palabra antes de ser pronunciada le sirvió para evitar cualquier tipo de conflicto.
Inés es minúscula, hoy lleva puesto un vestido color verde con pequeñas flores estampadas en color negro y un cinturón color rojo. Los zapatos también son rojos.
Tiene el tic de acomodarse sus gafas de armazón antiguo con el dedo índice, haciéndolas subir por el puente de la nariz. Lo hace casi todo el tiempo, pero mucho más cuando necesita enfocar su mente, como si con el movimiento acomodara algo más que los lentes.
Hoy presentan al nuevo coordinador, no lo conoce nadie, es alguien que trajeron de afuera, una eminencia seguramente, como sucede a menudo.
Algún acomodado con aires de superioridad. Juan pretende que termine todos estos informes antes de las 10, que es a la hora que llega este buen hombre, el muy desgraciado me apura, no sé porque carajo no los arma él. Bueno, en realidad sí, básicamente porque es más fácil mandar a hacerlo y quedarse con todo el crédito. Lo detesto profundamente. Nadie que use gel en el pelo me puede inspirar ningún tipo de sentimiento amoroso. Miguel es completamente calvo, está a salvo de cometer semejante barbarie. Ya pasaron como 15 minutos de las 10 de la mañana y el nuevo no aparece, empezamos bárbaro. Y 34 me voy al baño, llegue o no llegue.
Boca torcida
A las 10:33, Leo traspasa la puerta del ascensor. Mide un metro ochenta y cinco, camina con seguridad pero despreocupado. El pelo es oscuro y algo largo para ser corto, quizás un poco desordenado. Lleva camisa de algodón celeste remangada, unos pantalones color caqui y zapatos tipo náuticos.
Inés, preocupada por salvar los documentos antes de ir al baño, no se percató de que se acercaba hasta que vio una mano de dedos largos apoyarse en su escritorio, moviendo de su sitio las lapiceras.
Entonces lo enfocó, Leo elevó una comisura de la boca y la saludó.
—Estoy buscando la oficina de Juan Cruz Pardo, ¿puede ser? Soy Leonardo Fiore.
Guau, creo que tengo una erección, si eso es posible… ¿Por qué habla así?
Inés lo observa decir cada palabra, sus labios se movían de manera extraña, como de costado, parece esos tangueros de las películas que mueven los labios de lado para hablar, se imaginó agarrandole la boca para enderezarla.
Debe haber hecho una cara muy extraña porque Leo le pregunta sin poder evitar una sonrisa
—¿Me equivoqué de piso, no?
Inés se acomodó los lentes y le responde.
(Gracias a dios que no)
—No, disculpame, estaba distraída. Ya te llevo con Juan.
Chechu esperaba con la cola apoyada en el escritorio de Inés a que saliera de la oficina de Juan.
—Ine, ¿este es el nuevo? Me lo garcho, es un churro imponente como diría mi abuela.
—Chechu, vos te garcharías a medio Buenos Aires.
—Bueno che, vos porque sos media monja nena. Pero tenés ojos querida, y yo te vi que medio tartamudeaste cuando se te paró enfrente del escritorio.
—No, para nada, estaba distraída no más, aparte estoy con ganas de hacer pis hace como media hora y este tipo no llegaba más. Habla medio raro, como que se le va la boca de costado.
—Ah menos mal que no lo miraste.
—Callate nena, me voy al baño o me hago encima.
El día se va en presentaciones y reuniones, los informes de Inés son entregados al nuevo y a Juan no le queda otra que llamarla cuando empieza a preguntar una y otra cosa a la que él no puede dar respuesta.
No puede evitar la correntada de odio que le vibra en las entrañas cuando Juan la presenta:
—Ella es Inesita, se encarga de la parte administrativa y también de elaborar los informes como los que estás viendo.
Cuando termina de decir “Inesita” Inés se ve a sí misma arrojada sobre el amplio escritorio de su jefe agarrando el pisapapeles y aplastándolo una y otra vez sobre su engominada cabeza. La sangre brotaba y empezaba a deslizarse por la raíz del cuero cabelludo hasta empezar a cubrir la frente con gordas gotas rojas.
Inés sonrió, y se dirige a Leo:
—Cualquier cosa que precises me avisas, un gusto —mira para otro lado para evitar un torcido muchas gracias.
Martes: sopa y revuelto gramajo
Inés baja del colectivo y se dirige a la verdulería de la esquina, compra albahaca, puerro, apio, calabaza, un kilo de papas, media docena de huevos y cebollita de verdeo. El verdulero la conoce, y espera en silencio las indicaciones que de todas maneras ya sabe de memoria, porque Inés todos los martes cocina lo mismo. Sopa y revuelto gramajo.
Luego pasa por la fiambrería para abastecerse de jamón natural —para el revuelto— y queso de máquina para tener.
Una vez que ingresa a su casa odia tener que volver a salir, ayuda tener estipulada la cena para cada día, así antes de llegar a su hogar puede hacer las compras necesarias.
Ya en su casa, Inés se saca la ropa del trabajo, se pone unos pantalones cómodos y un buzo finito. Ama su casa, cada rincón tiene su toque, brilla con colores y cada elemento fue elegido para el lugar que ocupa. La luz tenue de los últimos rayos que despiden la tarde ingresa por la ventanita de la diminuta cocina.
Inés atesora el silencio de su casa cuando está sola. Por lo general cuando ingresa se desplaza despacio por ella, con cuidado de no alborotarla con ruidos, como si fuera un bebé dormido. Se pone unas medias tejidas que no alertan sus pisadas y se sumerge en la cápsula que representa su hogar a esa hora de la tarde, que es una de sus favoritas.
Lava con cuidado cada una de las verduras que compró y empieza a preparar la comida. Alrededor de las 20 hs llega Miguel.
Miguel entra arrastrando los pies y arroja ruidosas las llaves al centro de mesa haciendo saber su llegada. Antes de saludar a Inés prende la tele y pone el canal de automovilismo.
Apuesto un chocolate a que entra soplando y puteando el viaje.
El soplido le toca la nuca despejada a Ines.
—Una locura volver de allá, no soporto más este viaje. Me voy a terminar enfermando.
—Hola Migue, ¿cómo estás? ¿Yo? Bien, mi día medio movido, hoy empezó el tipo nuevo que te conté, pero todo tranquilo igual.
—¿Sabés lo que me dijo el imbécil de Giuria hoy? Que me iba a tener que acomodar para hacer el turno de Juan, ahora que se va de vacaciones, no se que se piensa este tipo…
—Migue, si vos me dijiste que seguramente te lo pedía, ¿de qué te sorprendés?
—Odio este trabajo, tendría que buscar otro.
—En media hora esta la comida si querés andá a bañarte no más.
Inés lleva la comida a la mesa, Miguel sale del baño colorado por el calor de la ducha, se sienta bufando como un animal. A los dos minutos se levanta y abre la ventana.
—Migue, recién salís del baño, te va a hacer mal el aire frío.
—No se puede respirar en esta casa, ¿no sentís el calor que hace?
—Inés, que traía el plato con sopa desde la cocina, supo que era mala idea, y pudo escuchar en sus oídos las quejas antes de ser expresadas.
—¿Vos me querés matar dándome sopa ahora, no? Me voy a morir.
—No la comas ahora. Esperá un rato.
—Sí, pero me muero de hambre ahora.
Inés se vio a sí misma hundiendo la cabeza de su marido en el plato de sopa. Con una fuerza descomunal salida desde no sabía donde, sumergiendo la cabeza una y otra vez en el plato. El rostro de Miguel, bordo del odio, respirando con dificultad y con los fideos cabello de ángel colgandole, enganchados de la cejas como si fueran una extensión de ellas.
—¿Querés que te traiga el revuelto antes?
—Sí, y la sal, porque seguro le falta.
Azúcar y Origami
Alrededor de las 10, Inés lo presiente, está convencida de que el ascensor suena distinto cuando él llega. Entra caminando despacio y como un preludio a su presencia primero se asoma su perfume. Inés espera anhelante.
Si fuera un perro no podría evitar mover la cola, ¿se me notará en la cara?
Entonces aparece Leo, con su sonrisa de lado a la que ya se fue acostumbrando.
Primero se saca el abrigo, después agarra la botella, sale al pasillo la carga en el dispenser, inspiro profundamente llenándome la nariz de las notas del perfume que deja a su paso. Ahora me pide un café.
—Ine, ¿me traerías un cafecito?
Le gusta bastante dulce, me di cuenta, al principio le llevaba dos sobrecitos de azúcar y siempre me pedía uno más, ahora ya le pongo los tres, aunque sopese la idea de dejar que me los siga pidiendo y tener la excusa de entrar a dárselos en la mano y que por una milésima de segundo nuestros dedos se rocen. Hace unas semanas, después de llevarme la taza vacía de su oficina, me encontré leyendo uno de los sobrecitos de azucar vacios: si no recuerdas la locura en la que el amor te ha hecho caer es que jamás has amado. W.S. Ese fue el primer sobrecito que me guardé. Les hice una cajita de papel, miré un tutorial de origami, primero los sacudo para que se salga hasta el último granito y evitar bichos, después los aplano y los engancho con un broche metálico. Por lo general después de tomar el café me llama, y me pide que repasemos los pendientes.
—Ineeees.
Me llama como un perro a los gritos, giro sobre la silla y mirando a Chechu elevo los ojos al cielo fingiendo que me molesta, pero ciertamente me excita.
Puentear
Al poco tiempo de entrar Leo, se percata de quien mueve el lápiz en la oficina y prefiere trabajar directamente con Inés. Luego habla con Juan, para incluirlo en las decisiones que ya están tomadas. Dependiendo del día, Juan se muestra molesto a veces, desinteresado otras. Pero por lo general reservaba su fastidio para mortificar a Inés con comentarios desagradables.
Ella agrega a sus objetivos diarios la ardua tarea de evitarlo la mayor parte del tiempo. Cuando lo siente venir por uno de los pasillos, si puede, se levanta y huye hacia los baños, o a alguna oficina vecina con algún pretexto. Otras veces agarra un papel y se acerca al escritorio de Chechu. Porque delante de su compañera él no dice nada.
En otras oportunidades no tiene tanta suerte. Otras veces como aquella, después de la primera semana de Leo, no tiene más remedio que enfrentarlo. Suena la campanita de notificación, alguien le habla por el Skype de la oficina, y como otro preludio, un preludio muy distinto, sabe que es Juan antes de que se abra la ventana.
—Inés, ¿podés venir a mi oficina por favor?
—Sí Juan.
Inspira profundamente, se levanta de su escritorio, se alisa la falda y se acerca a la oficina de su jefe dando diminutos pasos. Juan se encontraba de pie mirando por la ventana que tiene en uno de los lados de su oficina.
—Permiso.
—Pasá Ines —le indica Juan, haciéndole un gesto para que tome asiento, luego pasa por detrás de ella dirigiéndose nuevamente a su escritorio, pero antes cierra la puerta —¿Estuviste con mucho trabajo estos días no?
—Sí, lo normal.
—No seas modesta Inés, estás trabajando un montón con Leonardo, sé que estás laburando para él y me estás puenteando —los ojos de Juan se clavan en la mirada de Ines hasta el punto que ella baja la cabeza, luego continúa —siempre pensé que eras media zorra, ahora lo confirmo. A ver si nos ponemos de acuerdo —dice, mientras se levanta de su asiento y se dirige nuevamente detrás de Inés —de ahora en más si él te pide algo lo hacés pero me lo das a mi primero… y yo lo veo, ¿estamos? Desde atrás apoya sus manos y clava los dedos gordos en los hombros de Inés. Su fétido aliento se le incrusta en la nariz.
—Mira Juan yo hago lo que me pide.
—Pero tu jefe soy yo.
—Pero él es jefe tuyo. Por ende jefe mío también.
—Inesita, lo que no estás entendiendo es que aún tengo la potestad de darte un boleo en el culo si se me canta. ¿Entendés?
—Sí Juan, entiendo.
—Te podés retirar, y ojo con andar chusmeando con tu compañerita.
Oniria
Dócil, con anotador y una lapicera se asoma a la puerta de la oficina de Leo levantando por el puente de la nariz sus gafas antiguas.
—¿Cómo anda hoy?
—Bien contador, ¿quiere que veamos lo que tenemos hoy?
—Así es —dijo Leo mientras la observaba con intensidad.
—Bueno, en su correo va a encontrar un informe sobre la nueva adquisición.
—Ese vestido es nuevo, ¿no?
—¿qué?
—No se lo había visto antes.
—Sí, lo compré el fin de semana —Inés siente que le hierve la cara.
Instantáneamente gira la cabeza, corroborando que la puerta esté cerrada. Leo está detrás de ella. Impaciente, le baja las medias y la bombacha, la acompaña con el cuerpo contra el escritorio y empuja su cabeza con la mano mientras la penetra con fuerza, la mejilla de Inés contra el frío vidrio del escritorio dibuja pequeñas nubes con su cálido aliento. Inés piensa en sí Chechu escuchara.
—Inés, ¿te sentís bien? Te pusiste colorada. ¿Necesitás que te traiga un vaso con agua?
—Eh no, no —parándose de un salto de la silla frente al escritorio de Leo le pregunta —¿terminamos con esto?
—Sí, después seguimos, andá tranquila. ¿En serio no necesitás que llame a alguien?
—No, por favor, estoy bien, ¿me llevo la taza?
—Si, si.
Inés nuevamente en su escritorio cuenta sobres de azúcar y los apila.
—¿Qué haces con eso, Ine?
—Los guardo por las frases.
—Tené cuidado con las cuca.
—Los limpio bien
—Ah bueno, ¿te guardo los míos, querés?
La verdad que no, no me interesan tus sobres, Chechu, yo quiero los de Leo, los que rompió con sus largos dedos… me gustaria que me rompa a mi… que me rompa en pedacitos… que me escurra hasta el último granito. Obvio que no me interesan tus sobres.
—Bueno, dale.
Rutina
Lunes: churrasco y ensalada mixta. Inés pasa por la verdulería —tiene los churrascos en el freezer— llega, se descalza, se cambia, lava la verdura, llega Miguel, resopla al entrar, rezonga hasta que se lleva el primer bocado, luego rezonga con la boca llena. Martes: sopa y revuelto, se baja del colectivo, hace las compras, llega a su casa, se descalza, se cambia, lava las verduras, cocina, llega Miguel, resopla al entrar, rezonga hasta dormir. Miércoles: pasta con tuco, descongela un pedacito de carne, pica la cebolla chiquita junto con el morrón, Miguel llega de trabajar pero está mudo, pasa por la cocina le besa la coronilla y sigue al baño a darse una ducha. Inés no se percata.
¿Qué estará cocinando Leo hoy? Se cocina todas las noches y le gusta disfrutar de un buen vino mientras lo hace. Imagino sus dedos largos acomodando un ramillete de ciboulette para picar sobre una gruesa tabla de madera clara, con unos mechones cayendo sobre la frente mientras rehoga unas cebollitas.
Llevamos la comida juntos a la mesa, nos sentamos uno frente al otro y charlamos, Miguel mira la tele y nos ignora, como siempre.
La llamada
Una mañana, vuelve a su escritorio y justo llega a atender el teléfono. Alguien lo llama a Leo-
—Enseguida la comunico.
Inés intenta pasar el teléfono y escucha como suena en el interior de la oficina de Leo, pero él no contesta —la puerta está cerrada— se da vuelta para preguntarle a Chechu si Leo le dijo algo pero ella no estaba. Habría ido al baño. Su mente vuelve a Leo, se preocupa.
Decide fijarse si estaba bien, pero al intentar abrir la puerta está con una traba. Vuelve al escritorio, toma el teléfono y pide disculpas por la confusión: el señor Fiore no se encuentra. Cuando termina de apoyar el tubo en el aparato, la puerta de la oficina de Leo se abre. Inés se precipita hacia ella en el mismo instante en que sale finalmente Chechu, quien le esquiva la mirada mientras se acomoda el pelo.
Maldita perra, le tenía ganas desde el principio, era obvio que iba a terminar pasando, ¿pero acá dentro de la oficina? Es el colmo de la desfachatez, ¿quién se cree? Va a terminar haciendo que lo echen, pobre Leo.
La sigue hasta el baño:
—¿Qué hiciste?
—¿De qué hablas Ine? —retocándose el labial frente al espejo del baño.
—¿Cómo de qué hablas? Estaban encerrados en la oficina…
—¿Y a vos qué te importa Inés? No es un tema tuyo, y más vale no digas nada.
—¿O qué? ¿me vas a amenazar?
—¿Qué te pasa Ine? Vos no sos asi… ¿qué? Me vas a decir que… ¿te gusta Leo?
Chechu estalla en una carcajada de pura sorna, cargada con tanto desdén desde el fondo de su ser que no puede ver cuando Inés se le abalanza y, tomándola de los pelos, le estrella la cabeza contra el espejo de cuerpo entero que se encuentra en una de las paredes del toilette de la oficina. Los pedazos del espejo riegan el piso al instante, salpicados con pequeñas gotitas rojas. Inés cierra los ojos con fuerza, espera que la imagen dantesca frente a sus ojos desaparezca y esté otra vez frente a su escritorio. Que Leo le pida algún archivo, o que le lleve otro café. Pero no: Chechu está llorando y gritando, y al baño ya entró media oficina, no entienden nada, no saben a quién atender.
Inés mira su reflejo en un pedazo de espejo y no entiende lo que ve.
8:35 AM
Las zapatillas bajitas, con una suela minúscula.
Un pantalón de deporte amplio.
Una camperita cerrada hasta arriba.
Los pasos recorren el diminuto trayecto, se vuelven y lo repiten una y otra vez en ambos sentidos, las manos gesticulan, acompañan los brazos, acompañan las palabras.
Todas las mañanas vuelve a la puerta de la oficina, su cabello recogido en una coleta, sus sienes ahora cubiertas de canas.
Habla mientras camina, ida y vuelta en la puerta del edificio, explicando al que la escuche que le hicieron una cama, que ella era una laburante. Que la tendrían que haber rajado a la otra.
La gente continúa su paso frenético hacia sus trabajos, hacia sus casas dependiendo la hora, la gente la esquiva, y mira para abajo, cuando la encuentra de frente, algunos dicen pobrecita.
Inés no los escucha, hace rato que su cabeza tiene otros sonidos, las de acá le resultan un sueño confuso, los de adentro son nítidos y frescos y le dan la razón.