Hoy, un día siempre único
Por Luciana Elisa Morales*
Aroma a hogar
Hoy estoy en Austria en condición de aislamiento social, a muchos kilómetros de mi casa en Buenos Aires, mi verdadera casa, pero no la única. ¿Hasta cuándo durará la privación de la libertad individual? En el mundo no se habla de otra cosa que no sea el coronavirus. No tengo miedo. Vivo presente en el presente y me ocupo, sin preocuparme, de las cosas inmediatas: lavo mi ropa, acomodo las pertenencias en mi habitación, utilizo por primera vez mi nuevo termo para tomar mate, estudio alemán a diario, preparo mi próxima caminata, miro qué verduras hay en la heladera.
El cielo está celeste rabioso, el sol calienta tibio e intenso con sabor a primavera. A una semana de cumplir mi primer aniversario de viaje, siento que estoy tan en lo cierto como el día en que decidí comprar el boleto de avión solo de ida. Ida a un lugar desconocido, ida a un modo de vivir que me esperaba hace tanto y había ignorado casi sin querer.
La casa de Vanessa y Stefan es ahora mi casa. Llegué unos días atrás para hacer un intercambio de trabajo por alojamiento y comida durante dos semanas. Con esta situación atípica, mi estadía se volvió indefinida. Vivo el aislamiento social con jardín alrededor de la casa, con montañas circundantes, con canto de diversos pájaros, con amabilidad y ternura de mis anfitriones, con comida abundante, sabrosa y regional y con una cama formidable. Quizás mi destino sea más amable que el de otras personas en este mismo momento.
Estoy sentada en el balcón de una típica casa tirolesa. La construcción de las casas es principalmente de madera. Los techos son enormes, a dos aguas, y cubiertos con cientos de tejas. La planta de la casa es rectangular, amplia y de varios pisos. Sin embargo, las ventanas son pequeñas en comparación con la estructura general de la casa. Algunas ventanas tienen el vidrio repartido en cuatro, otras en cambio tienen solo un vidrio y unas cortinas muy coquetas que se extienden de la mitad de la ventana hacia abajo, lo cual permite mirar de adentro hacia afuera pero no de afuera hacia adentro.
El aire que se respira aquí es profundo y revitalizador. Leo en las noticias que el virus afecta especialmente a los pulmones y que los enfermos más graves necesitan respiradores artificiales. Sin embargo, no son suficientes dado la enorme cantidad de pacientes graves. ¿Será posible enviarle al mundo entero una bocanada de este aire fresco y puro que tengo el privilegio de respirar a diario en Tirol? ¿Se podrían salvar así más vidas?
Genuina incomodidad
Hoy estoy triste. Me siento vacía y desmotivada. Siempre pensé que escenarios como guerras mundiales y pandemias le pertenecían solo al cine o al pasado. El coronavirus está dando la vuelta al mundo a una velocidad escalofriante. Las fronteras se cierran y los países quedan aislados. Las económicas locales, regionales, nacionales y mundiales se paran. Cada tanto, tengo una sensación de fin de mundo y me pregunto: ¿Abrazaré fuerte a mi madre pronto? ¿Les leeré otro cuento a mis sobrines? ¿Brindaré otra vez con mis amigas de la vida el hecho de estar vivas? ¿Tendré una charla profunda con mi papá cara a cara? ¿Podré ir en busca de esa persona importante y decirle que valdría la pena? Es un nuevo despertar, arrollado de naturaleza circundante que se hace inalcanzable debido al aislamiento.
Hace unas semanas atrás, el hartazgo se mostraba envuelto con caricias en forma de billetes y se sentía más ameno: estaba presente y comprometida. Pero en un instante de verdad, todo cambia y surge dentro de mí el deseo más profundo que es echarme a andar. Pero no. He venido para quedarme. He venido a juntar dinero, a escribir y a enamorarme.
El coronavirus le hace frente al individualismo descarado y nos trae unidad, pensar en el otro, una conciencia social que duerme hace mucho tiempo. No sabemos hasta cuándo hay que quedarse en casa, no sabemos cuánta gente más se va a enfermar, tampoco sabemos cuánta gente más se va a morir. Es un desconcierto masivo y mundial. Solo podemos ir al supermercado para abastecernos y nada más. Nada más.
Caigo rendida ante el fin de un nuevo día. Un día que ha pasado detrás de mí, sin que me diera cuenta. Un día único, siempre único porque no hay día igual a otro. Hay repeticiones sistémicas que me abruman en la sensación de una monotonía impenetrable.
Vitalidad recargada
Hoy hice una caminata de día completo. Hice algo prohibido, me tomé ese atrevimiento. Llevé en mi mochila todas las provisiones, tanto de alimentos como de ropa. Coloqué además la cámara de fotos y la campera, que pasó toda la jornada allí adentro.
Cuando llegué a la cima de la montaña encontré una cruz de madera tres veces más alta que yo. Había tres bancos de madera posicionados para disfrutar de la vista panorámica del valle. Fueron tres las veces que me pare durante el camino a tomar agua.
Hacía tanto calor y estaba tan transpirada que decidí sacarme el corpiño y la remera y ponerlos a secar al sol. Me acosté en uno de los bancos boca arriba e hice una recarga de energía vital de una hora. De la cintura para arriba con el torso desnudo y de la cintura para abajo con la indumentaria deportiva: calzas y botas de trekking. Tomé todo el sol que pude. No me puse protector solar, pues después de haber pasado cuatro meses de invierno con mucho frío y poco sol, merecía una buena dosis de sol puro, sin filtros ni conservantes.
El cuerpo habla sin voz, pero habla. El cuerpo duele, se resiente, se golpea, recibe y da. El cuerpo es el vehículo de mi ser, el envase físico de mi espiritualidad. Lo quiero y lo cuido, me pertenece como ninguna otra cosa.
Después de tomar sol me dieron ganas de hacer estiramientos corporales. Sin pensarlo y solo concentrándome en la respiración nasal (exhalación e inhalación) me vinieron los ejercicios adecuados para relajar cada parte del cuerpo que necesitaba. Están en mi memoria corporal y sensitiva y eso se lo debo a mi querida hermana Mariel. Durante seis meses del 2018, me ha educado mediante la práctica de yoga en la respiración, el estiramiento y el estar presente. Ese saber intangible me lo he llevado de viaje y me ha acompañado en muchos momentos como este.
Andar canino
Hoy salí otra vez a caminar. Esta vez hice algo permitido, fui con Kaja, mi nueva compañera de aventuras. Su andar, su mirada y especialmente su temperamento Terrier me recuerdan a otros caninos que he conocido. Miro a Kaja y veo a la guerrera Tita, perra callejera y oriunda del Uruguay. Miro a Kaja y veo al fiel Cucumelo, compañero de vida y viajes de un amigo, oriundo de Chile. Vuelvo a mirar a Kaja y veo al querido Vincho, cómplice de las tardes de verano en el jardín de mis abuelos en Mar del Plata.
Salimos con la correa, un par de caramelos para perros y dos bolsitas rojas para juntar la caca. La regla es así: si caga en el bosque está permitido taparla con hojas y pasa a ser material de abono, en cambio, si caga en los prados idílicos o en la vía pública hay que juntarla y depositarla en la bolsita. El problema es que no hay cestos en las cercanías ya que es una zona rural.
Estuve suplicándole a Kaja durante todo el recorrido que por favor hiciera caca en el bosque, porque me daba asco seguir la caminata con la bolsita de soretes en la mano. No sé si entendió el concepto de modo telepático o fue solo buena suerte y casualidad, pero lo cierto es que Kaja hizo pis varias veces y nunca hizo caca. Zafé por esta vez, pensé al regresar.
Aire libre
Hoy la temperatura alcanzó los veinte grados y el sol brilló como si fuera verano. La decisión de qué hacer con ese día espléndido se tomó apenas leímos el pronóstico la noche anterior: trabajos en el jardín de la casa de Vanessa y Stefan y Grillen (asado).
¿Cómo puede ser que nunca en mi vida haya cortado el pasto con una máquina que se prende como una moto? ¿Corté el pasto alguna vez? Para arrancarla tuve que mantener apretada una barra espaciadora que se encuentra delante del manubrio. Empiezo a caminar y luego de unos pasos siento el aroma a pasto cortado, eso sí lo conozco muy bien. Me alivia saber que puedo hacerlo. Si presiono la barra espaciadora la máquina avanza sola, entonces la tarea se hace más rápido. Los bordes los recorto con otro artefacto y luego me dedico a quitar los yuyos de una pared de piedras en donde en el verano crecen frutillas. Qué delicia.
Solo hay vegetales y queso para ser asados, la previa es breve y no hay Malbec en la copa, pero el olor a humo y el chispar del fuego me dicen que estamos en un asado a la austriaca. Vanessa prepara la auténtica Kartoffelsalat (ensalada de papa) y la coloca sobre la mesa. Además hay otra ensalada de hojas verdes y un batallón de aderezos: mayonesa, kétchup, mostaza suave, mostaza fuerte, mostaza con hierbas. Stefan me ofrece una cerveza y acepto. Doy a conocer con hechos el arte de envolver cebolla y batata en papel de aluminio. Todo un éxito.
En el mismo lugar donde un rato antes estaba puesta la mesa, ahora hay tres reposeras, algunos leemos, otros toman el sol. Los pájaros cantan más fuerte y no vuelan aviones en el cielo. La naturaleza entonces vuelve a respirar como hacía tanto no lo hacía. La ciudad se vuelve peligrosa y un foco de contagio importante mientras los ambientes rurales son refugios sanos.
Virtualidad necesaria
Las medidas de aislamiento continúan. El coronavirus sigue viajando rápido y lejos. Mientras tanto la vida también continúa pero en formato virtual: el trabajo, la escuela, el gimnasio, las clases de baile.
Nos encontramos todas las semanas en yoga por Hangouts. Mi hermana Mariel dicta la clase desde su casa en Buenos Aires. Da igual si vivimos a la vuelta una de otra o a 14.000 kilómetros. Nos vemos por una pantalla y nos escuchamos a través de altavoces. Sin embargo, no podemos concluir la clase con un abrazo de agradecimiento y eso nos hace mucha falta.
Quedamos para vernos y charlar por Zoom el viernes a las siete de la tarde de Argentina. Como un autómata levanto para arriba el pulgar de mi mano izquierda y voy pasando los dedos hasta llegar a contar cinco. Así doy con el horario equivalente en Austria. No hay forma de que pueda calcularlo mentalmente.
Permanezco encerrada en la casa. Intento hacer las tareas pendientes que las distracciones del mundo no doméstico me obligan siempre a posponer. Me topo de frente con lo que no tengo intenciones de ver y sentir. No hay atajos ni salida de emergencia. Entonces, leo: cuentos, textos breves, novelas. Cocino: pan, pizza, pasta, pruebo recetas nuevas, ingredientes exóticos. Limpio: por arriba, por abajo, a fondo, muevo todo de lugar. Y entre todas esas cosas rio para no llorar, aunque de a ratos lo hago también en simultáneo.
¿Cómo concibo ser nómade y estar privada de la libertad? ¿Cómo concibo estar tan lejos de mis afectos? ¿Cómo concibo seguir así adelante? ¿Cómo concibo que no haya respuestas?
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*Luciana Elisa Morales (Buenos Aires, 1985) es Guía y Técnica Superior de Turismo por La Suisse-CEPEC y estudiante de Tiempo Libre y Recreación por el ISTLYR. En 2019 decidió emprender un viaje a Europa sin boleto de vuelta. Visitó familias, fincas y comunidades donde realizó intercambios de trabajo por alojamiento y comida. Profundizó sus conocimientos de alemán y se introdujo en el mundo del clown. El coronavirus la encontró en Austria con un plan de escritura. Actualmente está en Buenos Aires, donde se ocupa de finalizar una compilación de textos escritos durante su viaje.