#MujeresQueEscriben

Por Natalia Veiga

Lo recuerdo bien. Esa mañana me desperté con un rayo que atravesaba mi cabeza, una sensación de resaca que se distribuía por mi cuerpo, pero no había tomado ni una gota de alcohol la noche anterior. Era un día gris, con esa garúa finita que te llega hasta los huesos. Después de haber llevado a los chicos al colegio, me hundí en el sillón de mi escritorio como todos los días, para revisar los correos del trabajo y organizar el día. Después de esa repasada, siempre chequeaba los portales de noticias para estar al tanto de lo que sucedía. Ahí encontré a La Susy, que era la noticia principal en los policiales. No  me sorprendió que la hubiesen asesinado brutalmente, algo en mí presentía su destino, pero aún así, no podía dejar de sentir un revoltijo en el estómago. 

En el grupo de vecinos de la cuadra también empezaron a compartir la noticia. Muchos de ellos subían fotografías que no estaban publicadas, sobre cómo la habían encontrado. Nunca me animé a abrirlas. Juan no mencionó nada al respecto cuando volvió a casa esa noche. Durante varios días fue lo único en lo que podía pensar, sin poder hablarlo con nadie, un diálogo constante entre yo y mi otro yo. 

La Susy había llegado a la cuadra casi al mismo momento que nosotros. Si bien vivíamos en la ciudad, esta parte del barrio mantenía parte de su identidad, combinando casas antiguas, bloques de phs y edificios de pocos años montados sobre las casas que no pudieron soportar el paso del tiempo. Ella vivía justo enfrente nuestro. 

Los primeros tiempos no se la veía mucho por la calle. La conocí porque un domingo a la noche estaba a los gritos con un tipo adentro de un auto, justo en la puerta de la casa. Llamé a la policía para que vinieran a ver qué estaba pasando. Me quedé mirando por la cámara hasta que llegó el patrullero y ahí la vi bajar del auto, con su melena rubia platinada, los tacos aguja, sus piernas largas y musculosas. Ese día llevaba el tapado cortito dorado, con el que después salió en las fotos del diario. Se metió rápido a la casa, que era un edificio de PH antiguos, el tipo con el auto desapareció y el patrullero también. 

Me olvidé del tema por un largo tiempo, hasta que la volví a ver. Empezó a pararse al lado de la puerta de la casa. Se levantaba clientes ahí a la hora de la siesta. La veía cuando salía a pasear al perro. La primera vez, como una tonta, ni me di cuenta. Me quedé mirándola, porque los travestis siempre me llamaron la atención. No podía evitar mirarlos. Ella siempre iba muy maquillada, los ojos bien oscuros y la boca bien roja. Las piernas largas al descubierto eran su punto fuerte, junto a sus gomas tan infladas. Después de varias tardes seguidas, me di cuenta de la situación. Vi cuando un auto paró y ella se acercó a hablarle a la ventanilla. El corazón me empezó a latir fuerte de la indignación. Apenas llegó Juan le dije: ¡A vos te parece esta loca de mierda yirando en la puerta de casa! Juan, como siempre, tomaba todo con su santa pachorra. Bueno Anita, se tiene que ganar unos mangos. Capaz fue solo esta vez, me respondió. Yo quiero hacer una denuncia, le advertí. 

Creo que ella notó que la empecé a seguir porque una tarde cuando salí, la ví y al volver ella me estaba esperando para cruzarse conmigo. Hola vecinita, me saludó con su voz de locutora resfriada, mientras yo solo intentaba escabullirme. Crucé la calle rápido y volví a casa decidida a tomar acciones. Me pareció que hablar con los vecinos a través del grupo de WhatsApp podría ser una buena estrategia para movilizarnos y sacarnos el problema de encima. No podía ser que tuviéramos un foco de prostitución en el medio del barrio.

En el grupo hubo diferentes reacciones. Muchos vecinos del edificio de al lado estuvieron de acuerdo conmigo. No podíamos dejar que esto avanzara. Otros, como la pareja que vivía en la casa linda que comparte medianera con los ph donde vivía La Susy, me clavaron el visto y nunca dijeron nada. La artista plástica que estaba en el ph de adelante nos sugirió que lo mejor sería hablar directamente con ella. Dijo que Susy era muy buena vecina y que si teníamos motivos de preocupación, le contáramos lo qué veíamos mal. 

Rita, la encargada de la administración del edificio de la esquina, estaba totalmente indignada. Era jubilada docente, había sido directora del colegio primario de la vuelta y siempre se había creído la directora del barrio. Muchos la conocían porque habían ido a su escuela o habían llevado a sus hijos allí. Ella disfrutaba de mirar con cierto aire de superioridad al resto. Como yo le seguía la corriente, me tenía aprecio. Apenas leyó mi mensaje, se acercó a casa y me dijo que ella se iba a encargar. Al día siguiente, cuando vio a La Susy asomar la nariz a la puerta, la encaró. Espié todo desde la ventana cuando empecé a escuchar el griterío. Los autos que pasaban comenzaron a aminorar la marcha y algunos vecinos las rodeaban para escuchar la discusión armando una suerte de cuadrilátero.

Vos no podés hacer lo que se canté, ¿me entendés?

Yo no estoy haciendo nada, estoy acá parada tomando aire fresco.

¿Vos qué te pensás, que yo nací ayer? Sé lo que estás haciendo.

No estoy haciendo nada, señora.

Sé muy bien que estás acá para levantarte tipos, sos un depravado. Voy a llamar a la policía si te vuelvo a ver rondando por la cuadra.

Rita se fue como dando un portazo, y dejó a todos los espectadores boquiabiertos. La Susy volvió a su casa y yo lo asumí como una victoria personal. Apenas llegó Juan le conté todos los detalles de la pelea. A Rita le agradecí con un mensaje privado por haberse encargado tan rápidamente del tema. Por unos días, no vi más a La Susy. Me sentía aliviada, pero si tengo que ser honesta, un poco extrañaba su presencia. 

Una tarde noche, como muchas de invierno, volvía del gimnasio por las calles de adentro del barrio porque el camino era más corto y directo, aunque con poca iluminación. A Juan no le gustaba que volviera por ahí porque decía que estaba muy oscuro, y como ya era noche, a veces me iba a buscar. A mí no me copaba mucho, entonces no le avisaba cuando terminaba la clase. Así, podía volver por donde yo quería y hacía más rápido. Llegaba a tiempo para darme una ducha rápida y preparar la cena. Esa noche volvía sola en medio de la oscuridad y los vi, sin que ellos me vieran. La Susy se subía al auto de Marcos, el papá de Román, el mejor amigo de mi hijo Bernie. Empecé a apurar el paso porque me daba cosa que me vieran, pero yo sí quería ver. Hacía las cuentas de que la familia de Román había vuelto hacía unos días de las vacaciones familiares, y se los veía muy bien con Marita en las fotos que subían en las redes. Doblé en la esquina y seguí mi camino por la avenida. Estaba segura que ellos no iban a tomar el camino iluminado.

Cuando llegué a casa no le dije nada a Juan. Quería pensar bien cuáles serían los próximos pasos: tenía que asegurarme de sacar a La Susy del barrio.

A la mañana siguiente, después de terminar con las urgencias del trabajo, armé mi plan de acción. Primero me asesoré con la Dra. Sáenz, la abogada de la fábrica de Juan. Con ella analizamos algunas alternativas. Le tuve que blanquear a Juan en qué andaba. Luego me puse en carrera para conseguir el contacto del dueño del PH que La Susy alquilaba, ya con el guión exacto de lo que tenía que decirle. Rita me ayudó a dar con él. Resultó el típico tipo que se la daba de progre, que había heredado las propiedades de sus padres. Me atendió amablemente, tratando de hacerse el simpático en todo momento. Me dejó hablar, le expliqué toda la serie de eventos que estaban sucediendo en torno a su propiedad. Luego él intentó explicarme que conocía a La Susy desde hacía mucho tiempo (sería su cliente, me dijo Rita cuando le conté la conversación), que él daba fé de que ella era muy buena persona y que necesitaba tener esta oportunidad para alojarse en algún lugar como la gente. Así textual me lo dijo. Le respondí que estaba de acuerdo en que este era un barrio decente y que no queríamos que eso cambiara. En definitiva, no quedamos en nada, pero yo lo di por avisado. Proseguí con mi plan.

En un par de semanas había juntado varias firmas de los vecinos de la cuadra bajo la consigna de que no queríamos actividades de prostitución en la cuadra. Incluí la dirección exacta de La Susy. Con eso me fui al CGP y a la comisaría del barrio, dejando constancia de la denuncia. Me decían que podían enviar un patrullero pero que si ellos no veían nada cuando iban, lo mejor era llevar alguna prueba de lo que estaba denunciando. Así que quedé atenta a sus movimientos. Una tarde la vi salir y, aprovechando que estaba anocheciendo, salí corriendo detrás suyo. Me reía sola imaginándome la protagonista de una película policial. Se ve que en ese momento me distraje y cuando doble en la calle que estaba oscura, ella me estaba esperando. Quise hacerme la distraída y cruzar, pero me agarró de la muñeca y me clavó las uñas.

Soltame. Me estás clavando esas uñas de plástico me quedé mirando fijamente las uñas largas que tenía, en forma puntiaguda y todas dibujadas con arabescos rojos, tremendo nail art, pensé. No podía concentrarme en lo que me decía, me hablaba bajo para no llamar la atención de los que pasaban por ahí.

Hija de puta, yo sé que me estás persiguiendo. ¿Qué pensás, que nadie me lo va a contar? No vas a llegar a ningún lado con esas firmitas.

Vos estás confundida. Soltame que me estás lastimando comencé a ver que mi mano se ponía colorada. 

No, no. Sos una malparida. Pero vos de mí no te vas a librar tan fácilmente. Acordate lo que te digo.

Me soltó, volví temblando a casa. Me quedó una marca del apretón que con los días fue cambiando de color. A Juan y a los nenes les dije que una pulsera me había dado alergia y el tema quedó ahí, no me preguntaron más.

Antes de que arrancaran los calores del año, venció su contrato y el dueño no le renovó el alquiler (estoy convencida de que todos nuestros movimientos tuvieron que ver en su decisión final). La pude ver justo cuando cargaba sus trastos en una camioneta del fletero de la vuelta, en la más chiquita. Cuando salí a hacer las compras, me encontré una tanga atada en la reja de la puerta de mi casa. No entendí si era una declaración de rendición o venganza. 

No volví a saber de ella por un tiempo, hasta que apareció la noticia de su muerte. Estaba claro que no se había quedado por el barrio. Unos días después de enterarnos, cuando aún continuaba como anestesiada, Juan vendió el auto. Como estaba a mi nombre, tuve que ocuparme de todos los trámites y de entregarlo en la agencia. Antes de salir, siguiendo mi miedo habitual a perder u olvidar algo, revisé el baúl y todas las guanteras y los recovecos. Así encontré una de sus largas uñas plásticas con los arabescos rojos debajo del asiento del acompañante. Conmigo no se había subido, los chicos eran muy pequeños aún, así que todo apuntaba en una sola dirección. Manejé hacia la agencia y, si bien estaba un poco aturdida, no dudé en parar y tirar eso que podía ser una evidencia en un tacho de basura a mitad de camino, con la convicción de que nunca iba a hablar con Juan de lo que había encontrado.

Un comentario en «Gente decente»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *