Por Rocío Cortina*
Terminé de lavar los platos y entré al cuarto de mamá decidida a hablarle. La encontré sentada en el borde de la cama. Miraba fijo hacia la pared. Cuando me vio entrar, me hizo un gesto negador con las manos, como si espantara un bicho que fastidia en verano. Escuchaba un programa de radio con inusual concentración.
—Callate que va a hablar Thelma —me ordenó. Se desabrochó el corpiño con aro, se lo quitó por el lateral izquierdo del vestido blanco con flores color rosa viejo y lo escondió abajo de la almohada.
—¿Quién mierda es Thelma? —me sentí el último orejón del tarro.
—Cerrá la puerta que se va el aire acondicionado —dijo mamá.
Yo quería contarle que había tenido relaciones por primera vez. Esto no era una novedad para mí, pero sí para ella. Necesitaba que me acompañara a una ginecóloga por las pastillas anticonceptivas.
Mi papá y mi hermano miraban una película en el comedor. De fondo se escuchaban las explosiones de alguna guerra. Estábamos a mediados de febrero. En mi habitación el ventilador de techo lanzaba apenas un soplido húmedo. Así que me senté al lado de mamá y esperé mi turno. Me había preparado para pelear. En mi familia no se hablaba de sexo ni de cuestiones sentimentales. No se hablaba de casi nada.
Mamá apoyó una mano sobre mi pierna y masculló por lo bajo:
—El tema de hoy es la seducción.
El programa se llamaba Beláustegui y vos, se escuchaba todos los días de nueve a doce de la noche por Radio Tres y lo conducía Sergio Beláustegui. Mamá lo escuchaba seguido, y yo, al pasar, había entendido que el concepto era económico: en cada emisión el locutor lanzaba un tema al aire y esperaba historias de sus oyentes, casi siempre mujeres. No había columnistas, solo Beláustegui, sus oyentes y el boletín informativo que salía cada media hora.
Beláustegui le dio las buenas noches a Thelma y le pidió que contara su historia de seducción. La mujer se dirigió a él como si lo conociera de toda la vida: “Qué decís Sergio”. Con voz pausada y sexy, como de secretaria ejecutiva al teléfono, Thelma dijo que aunque nunca se había casado, todavía le gustaba estar con hombres. El conductor le preguntó por qué nunca se había lanzado a la aventura del matrimonio. Así dijo: aventura. A mí me salió una carcajada.
—No te rías, tonta —me retó mi madre y subió el volumen del radio reloj que estaba sobre la mesa de luz.
Thelma contestó que tuvo propuestas para pasar por el registro civil, pero que ella era una mujer independiente. Siempre había trabajado como profesora de plástica en escuelas y tenía su dinero. No le interesaba perder su forma de vivir ni su libertad para ir y venir el día que quería a la hora que se le antojaba. “Casarte es el pasaporte a ser ama de casa, Sergio, tenés el enorme peligro de ceder tus libertades a otro”, sentenció Thelma. Creía que a un marido tenía que prepararle la comida, dejarle la ropa lavada y planchada y acompañarlo a visitar a su madre los fines de semana, porque los hombres de su generación estaban formateados así.
Hacía años que Thelma no ponía la mesa para la cena y eso la alegraba muchísimo. Se preparaba una comida sencilla para comer de un bowl y la disfrutaba en el living mientras miraba un programa de televisión o leía. Los fines de semana iba con amigas al teatro, al cine o a comer. Y si nadie la podía acompañar, Thelma salía sola. Sabía manejar desde los 18 años: eso se lo agradecía a su padre que le había enseñado a agarrar la ruta desde temprano. Era un riesgo para ella tener un desperfecto mecánico en su Mercedes modelo 98, pero en la calle o en la ruta siempre encontraba una mano amiga. “Una mano amiga y algo más, porque a mis casi sesenta todavía me caliento”, aclaró. «Cuando estoy sola aprovecho para salir a buscar tipos”, dijo.
Se vestía, se peinaba y se maquillaba e iba a dar una vuelta por zonas acomodadas de la ciudad. “Son lugares por donde pasan hombres bien puestos”, dijo Thelma, como Avenida Libertador o Figueroa Alcorta, a la altura de Canal Siete. “En los semáforos, ventanilla a ventanilla, se produce la magia, Sergio, una miradita y nos entendemos”, remató Thelma.
Se hizo un silencio de radio. Como toda respuesta a la historia de seducción, Beláustegui lanzó una risa que sentí forzada, nerviosa.
—Se puso re incómodo el boludo del locutor —dije yo, que escuchaba el programa con atención por primera vez.
—Dejá oír —me silenció mamá.
Beláustegui redobló la apuesta y le preguntó a Thelma si se animaba a contar algún “levante” en especial. Thelma canchereó. Había muchos especiales, pero los mejores recuerdos eran de las salidas con su amiga Louise: “Si está escuchando le mando un beso, con ella nos bautizamos Thelma y Louise, te imaginarás que Thelma no es mi verdadero nombre.”
Mamá se puso de pie. Buscó el abanico que tenía en la mesa de luz y se quedó junto a la ventana mirando hacia los árboles del jardín del vecino: un ciruelo, un níspero, dos limoneros. El aire acondicionado mantenía el cuarto fresco, pero a ella le daban sofocones repentinos.
Según Thelma, un sábado de diciembre al anochecer, con Louise conocieron a dos hombres en Recoleta. Tomaron unos tragos en un bar y se rieron mucho. En chiste, uno de los hombres sugirió que el clima estaba ideal para ir a la playa. “Y vamos, mi casa de Mar del Plata está siempre lista”, contestó el otro. Thelma y Louise salieron en el auto de Thelma, los hombres en el otro vehículo. Volvieron el domingo a la noche solo porque al otro día tenían que trabajar, sin dar explicaciones a nadie. “Para la madrugada del domingo estábamos mirando el mar, Sergio, veinte años atrás, qué linda época”.
—Hermosa —acotó mamá, con un dejo etéreo.
Por un segundo la vi más joven. Se le había borrado el entrecejo fruncido con el que iniciaba el día retándonos a mi hermano y a mí. El pelo ondeado le caía sobre la cara, sin hebillas que se lo sujetaran, y el vestido suelto le dejaba al descubierto las clavículas pecosas. Reconocí en su cuerpo liviano esos detalles hereditarios que se afianzaban en el mío. Conocí a una mujer detrás de mi madre, sin hijos, sin tareas domésticas, sin mal humor.
Beláustegui quiso saber si Thelma aún era amiga de Louise. Thelma dijo que no, porque Louise había hecho las cosas bien: “Formó la familia tipo y nuestras salidas se hicieron imposibles”, acotó Thelma. Hizo cálculos y aseguró que se habían visto por última vez 15 años atrás en el festejo de un año de su hija: “Louise se llama Rosario, le mando un fuerte abrazo. Tomamos otro camino, Sergio.”
Mi madre suspiró y me lanzó una mirada que yo interpreté como de desprecio.
El locutor aprovechó la reflexión de Thelma para redondear la llamada, que ya se había extendido lo suficiente. “Muchas gracias por llamar Thelmita, la tuya es una auténtica historia de seducción. Vamos a dar lugar a otra oyente, esto es Beláustegui y vos, ¿quién está del otro lado?”
—Viste, vos que andás con la pavada todavía —lanzó de pronto mi madre y bajó un poco el volumen de la radio.
—Pavada este programa que escuchás. Ma, necesito que me acompañes a la ginecóloga.
—Fuimos el año pasado, todavía no hace falta volver.
—Estoy teniendo relaciones con Pablo y quiero tomar anticonceptivos —tomé aire y dije todo de repente.
—Pero Cecilia… por Dios te lo pido —dijo mi madre, con aires de ofendida —¿Quién es Pablo?
—El chico que viene a buscarme en el auto azul.
—Jamás imaginé esto de vos Cecilia. ¿Dónde estuvieron? —mi madre volvía a ser mi madre.
—En su casa. ¿Vos donde tuviste tu primera vez, mamá?
—Mirá si te voy a contar eso, Cecilia, por Dios. ¿En la casa de este muchacho? ¿Y si los encontraba alguien?
Mi madre se ató el pelo con un broche dorado, manoteó el abanico, dijo que tenía mucho calor y volvió a acercarse a la ventana con vista al jardín del vecino. Agitó las manos con su habitual gesto negador y me pidió que fuera a mi cuarto, que la dejara pensar.
*Texto publicado en Revista Zigurat