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Espacio

En este balcón crecen: el aloe vera, la ruda, el geranio rojo y el rosa, la salvia, el romero, la lavanda, el trébol de cuatro hojas, el incienso. Están en ese orden y se suman a otras especies de las cuales no retengo nombre pero sí procedencia y motivo de llegada. 

La suculenta colgante cambia de color según la estación, siempre parece que se va a morir pero al final no. Me la dio Virgi, una amiga de una amiga hace como diez años: “Enterrás una hojita y crece”, me dijo una madrugada después de una fiesta. La de hojas carnosas, grandes y circulares vino de la casa de mi madre. No necesita cuidados, sobrevive sin que le preste atención, cuando quiere da una flor que no es flor sino una vara larga y verde que le queda mal. La de hojas violetas aterciopeladas era de mi abuela, vive en sombra y a comienzos del verano saca una flor lila. Aquella suculenta que empieza a colgar me la trajo Euge para mi cumpleaños número 35. El tomate -bueno, de ese sí sé el nombre- fue un regalo de Vicky justo un año después y aún no dio fruto.

En este balcón decidí que cada planta merece un motivo de ser y estar. Es preferible evitar acumulación de yuyos o alimentar más de un ejemplar de cada una. En la última mudanza, desmontar la selva que había armado en unos 4 metros cuadrados fue un trabajo de fuerza: arranqué raíces, trituré hojas, regalé macetas, saqué otras a la vereda. Después puse distancia a la fórmula aplicada por más de tres generaciones de mujeres tanto para la comida como para las plantas: lo que sobra no se desperdicia. Si un gajo se rompe, va a un vaso con agua hasta que saca raíces y después, a la tierra. No importa a qué suelo se aferra, es menester que crezca y se estabilice aun contra el espacio disponible, el sentido estético, el viento, el sol. Que se estabilice, aun contra el deseo. 

Hace poco leí unas líneas escritas por Silvina Ocampo acerca del Jardín Botánico de Buenos Aires: “Ah, quién podrá saber lo que dicen las plantas. ‘Somos hermafroditas’ confesarán algunas; ‘Sólo de amor procreo’, susurra otra enigmática. Lo que realmente dicen no puedo repetir.

En este balcón hay pautas. Aquí es mejor evitar aquello que crece sin sentido, tapa el contexto o se desmadra. “Se va en vicio” es una expresión que se usa, por ejemplo, cuando la planta crece hacia arriba y no da flor. Así le pasó al malvón blanco la temporada anterior, y decidí sacrificarlo. 

En su relato Guiando la Hiedra, la narradora argentina Hebe Uhart admite que las plantas “son diferentes de las personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida.”

Uhart tenía un balcón pequeño pero muy florido en la ciudad de Buenos Aires. Cuenta Leila Guerriero que una vez le regaló el gajo de un árbol: “Lo planté y se secó. Tiempo después me preguntó cómo estaba el arbolito. Le dije que muy bien, muy lindo. La quería, y no quería que sufriera.”

En este balcón todo estaba pensado para la gata, que venía de un lugar más grande, de trepar los techos y árboles, de pelearse con perros malos y gatos callejeros. ¿Dónde pongo yo a la gata? me preguntaba cada vez que iba a conocer un departamento para mudarme. Sin embargo ahora ella se ha vuelto una señora apoltronada que prefiere vivir arriba de la cama o en el centro del sillón, mientras yo sigo teniendo esa costumbre de ir y venir entre parques y plazas que me oxigenan para escribir y leer. 

“Sos la chica espacios verdes”, me describe alguien un día. Soy una mujer que precisa espacio, pienso. Espacio es una linda palabra que siempre me hace imaginar en el horizonte, en el aire, en un vacío, en todo lo que no se sabe. El espacio es un misterio que no se llena con cualquier sobra, y que no es dado a la acumulación.

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