Este cuento fue publicado originalmente en el Diario Página/12*
Risoto
Por Alejandra Zina
Tuve varios tíos del lado paterno y del lado materno, pero por distintas razones a todos los vi bastante poco. Una tía vivía en Estados Unidos y durante la dictadura no quiso viajar a Buenos Aires, después lo hacía cada dos o tres años hasta que envejeció y dejó de venir. Otra vivía en Mar del Plata y casi no venía por falta de dinero o de interés. Mi tío vivía en Villa del Parque pero era como si estuviese en otro país, mamá se llevaba mal con él y prefería tenerlo lejos. En mi infancia, los más cercanos fueron mi tía Lydia, hermana mayor de mamá, y el tío Jorge. Los dos componían un matrimonio deslumbrante. Cuando los conocí vivían en un departamento sobre la avenida Juan B. Justo repleto de bibliotecas y objetos hermosos como los hombrecitos de alambre de piernas largas y el móvil con peces de lata pintada. La vida de departamento tenía adrenalina, subir en ascensor varios pisos y ver los edificios y el tráfico desde el balcón, mi casa en cambio estaba escondida en el pulmón de manzana donde la vista no pasaba de las terrazas vecinas.
Mi tío Jorge tenía una hija grande de un matrimonio anterior, Gabriela, una chica rubia de pelo largo y ondeado que para mí tenía algo de sirena. Con mi tía no habían tenido hijos. Eso también los hacía especiales. Vivían solos y la pasaban bien. Incluso mejor que las parejas que tenían hijos. Nunca pregunté pero intuyo que mi tía Lydia no quiso saber nada con cambiar pañales y dar mamaderas, ella estaba bien así, compartiendo los días con sus tortugas (amaba las tortugas) y con un hombre-niño que ocupaba su tiempo en cosas tan extravagantes como escribir libros, criar palomas torcazas y modelar a Risoto, el muñeco con el que estaba aprendiendo el oficio de ventrílocuo. Lo guardaba en un placard y cada vez que íbamos de visita lo traía en brazos con mucha delicadeza como si fuera un chico que acababa de rescatar de un incendio, por ahí intentaba sacarle alguna palabra pero salían sonidos extraños y difíciles de entender. Había que imaginarse que estaba hablando aunque sus gruesos labios rojos estuvieran sellados, no era como el Chirolita de Chasman que despegaba la mandíbula cada vez que hablaba, tampoco movía los ojos ni el cuello. Risoto tenía un cuerpo rígido de papel maché, los ojos siempre abiertos, dos redondeles de rubor en los cachetes y un peluquín negro medio despeinado. En las manos llevaba unos guantes blancos que no tenían mucho que ver con el equipo de gimnasia azul que mi tío le había comprado en una casa de ropa para niños. Su cara de payaso transmitía sorpresa y una alegría impostada, pero a todos nos gustaba verlo y esperábamos ansiosos los avances de mi tío.
Antes de Risoto se había metido con la magia. Me enseñó a desaparecer dedales y pelotitas y hacerlos aparecer en orejas, bolsillos y manos. Me enseñó el truco de las tres sogas de distinto tamaño que se acortan y se alargan. Me acuerdo de su voz afónica, cálida y llena de suspenso, su semblante de inventor, la aureola amarilla en la tupida barba blanca, aunque no recuerdo haberlo visto fumar.
Criaba las torcazas para usarlas en los trucos de galera, pero creo que le gustaban más allá de eso. En la cocina de su casa había dos jaulas enormes y cuando prendías la luz las palomas se alborotaban y lo llamaban con ese canto tan parecido a la respiración de un asmático.
Mi tío Jorge se dedicaba a muchas cosas, pero vivía de sus libros y del sueldo de mi tía. Escribía cuentos y novelas breves que él mismo imprimía, encuadernaba y salía a vender. Me imagino que también escribía el texto de las contratapas: “Con estos vívidos relatos el autor se coloca dentro del núcleo de virtuosos en el difícil arte de contar cuentos”. Durante el año recorría librerías de la ciudad, en mi época de vagabundeo y de poca plata me encontré varias veces con ejemplares de sus libros en anaqueles de usados. El verano lo pasaba en Villa Gesell, Cariló, Pinamar, Valeria del Mar y otros balnearios de la costa. Le iba bastante bien. Caminaba por la playa con un bolso colgado del hombro, sombrilla por sombrilla, carpa por carpa, lona por lona, ofreciendo su pequeño catálogo. Se quedaba charlando con los turistas, a veces les contaba algún argumento o cualquier cosa que pudiera interesarlos. Nunca lo escuché mandarse la parte o dársela de artista incomprendido, se ve que los laureles los dejaba solo para las contratapas.
Sus libros eran del tamaño de un libro de bolsillo, a tres colores: blanco, rojo o negro. En varias tapas había una imagen de su cara o una foto de él intervenida como si fuera un grabado o serigrafía. Había una con la cara de su mujer, también intervenida artísticamente. Al pie de la tapa decía Biblioteca de Autores Independientes, debe haberse inventado un gremio o Sociedad: la de los autores que se autopublican. Tenía un cuento que se llamaba Sopa de tortuga y se me ocurre que debía ser una chicana a mi tía. En el cuento una mujer engañaba al marido con su cuñado, que era un hombre rico y envidioso, y el marido en venganza intentaba venderle la tortuga que ella tanto quería. Fue mi tía Lydia la que me contó la historia de la ola gigante de Mar del Plata que se tragó la playa repleta de gente, sombrillas y carpas. Según ella, nadie se dio cuenta hasta que sintieron la sombra encima de sus cabezas. Una ola tan alta como un edificio que rompió a la altura de la costanera, inundando, arrastrando, tragándose todo.
Hasta donde recuerdo mi tío Jorge era mago y ventrílocuo en cenas y cumpleaños familiares, donde los trucos podían salir imperfectos, el muñeco hablar con voz gangosa y las palomas volarse de su mano antes de tiempo. Pero las reuniones familiares se terminaron y las cosas cambiaron.
Mi tía Lydia murió de cáncer a principios de los noventa, para ese entonces yo había dejado de verlos, se habían mudado a una casa con terreno en Alejandro Korn. Estaban lejos, aislados, como si quisieran llevar al extremo ese mundo autosuficiente que habían creado y alimentado durante tantos años. Como si finalmente se hubiese impuesto el lado bohemio de la pareja, es decir, mi tío. Porque mi tía se ganaba la vida como profesora universitaria, especialista en filosofía medieval, y como profesora en el colegio de monjas donde ella misma había estado pupila con mi mamá. Mamá odiaba las monjas y todo lo que le hiciera acordar a ellas. Con mi hermana pasamos nuestra infancia escuchando los relatos terroríficos del internado: la niña pobre que pagaba su cuota con trabajos de cocina y limpieza, tiritando en las noches de frío, escondiendo bajo la almohada unos aritos para que no se los robaran las otras pupilas. Yo suponía que mi tía había vivido lo mismo y la veía como una víctima con síndrome de Estocolmo. Trabajando toda la vida en el colegio donde había vivido cosas tan horribles. Pero una vez me llevó de visita, creo que era una fecha patria, 25 de mayo o 9 de julio, había un acto y después las alumnas podían irse a sus casas. Todas las chicas de jumper gris salían en un revuelo, como palomas a las que les abrieron la jaula, mientras nosotras recorríamos las aulas desiertas, la capilla, el patio y las galerías de columnas pesadas. No me pareció tan terrible como lo imaginaba. Me acuerdo de la sonrisa amplia de mi tía y sus rizos negros electrizados mientras me mostraba ese lugar donde todos la saludaban y la respetaban.
Instalados en ese suburbio rural empezaron una vida distinta, en contacto con la naturaleza. Cuando mi tía se enfermó me decía mamá que se trataba con flores de Bach y remedios naturales, no quería saber nada con médicos, internaciones y tratamientos oncológicos. El tío Jorge la apoyó en todo, es más, quizás arengó para no apartarse de la senda naturista. No lo culpo, uno se vuelve un poco fundamentalista con la pareja, cree que lo que el otro dice y hace es lo mejor para los dos y que no puede haber daño donde hay amor.
Mi tía se terminó enojando con todos los que cuestionaban sus decisiones sobre su propio cuerpo e intentaban convencerla de hacer otros tratamientos. Ella y su marido se fueron atrincherando en esa casa de las afueras, conviviendo con una enfermedad devastadora, pero dispuestos a todo con tal de evitar la intrusión de ese mundo al que habían renunciado. Mi mamá fue a verla un par de veces, el viaje le llevaba todo el día. A la noche, cuando volvía a casa, nos contaba llorando el deterioro físico de su hermana.
No hubo velorio ni entierro, ni siquiera una ceremonia íntima que nos incluyera. Imagino las cenizas de mi tía Lydia al pie de un árbol umbroso de la provincia de Buenos Aires o flotando en el mar de Gesell, al que visitaron durante tantos veranos. Como en un truco perfecto, único e irrepetible, el matrimonio deslumbrante que conocí en el departamento de la avenida Juan B. Justo desapareció para siempre.
Esta tarde busqué a mi tío Jorge en el Google y me enteré que escribió un libro que se llama La diversión, en la portada hay una foto de Risoto vestido con el equipo de gimnasia azul que yo le conocí y en la contratapa hay otra foto de mi tío abrazado a su muñeco. Ese abrazo me llenó de tristeza, la mano con guante blanco de Risoto acaricia la mejilla de mi tío. Quizá la decisión de hacerse ventrílocuo era un poco premonitoria, tener un compañero para cuando mi tía no esté presente. Una forma trabajosa de estar consigo mismo. Y de retratar la amistad. En el texto de contratapa, que también debió haber escrito él, dice que son “originales cuentos entrelazados en una trama sorprendente”. El título me resultó más inquietante que las fotos, La diversión, como un estado absoluto adónde llegar y adónde quedarse, una declaración rotunda.
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*Fuente: Suplemento Verano 12, 15 de enero de 2020: https://www.pagina12.com.ar/241963-risoto