#MujeresQueEscriben

Regionales

Por Florencia Campana 

Natalia regresa caminando a su casa desde el trabajo, bajo el sol del mediodía, por una de las calles del centro de Chilecito. Después de la una cierra el negocio de regionales en el que trabaja como vendedora y lo vuelve a abrir a las seis de la tarde, cumpliendo con la sagrada hora de la siesta para los riojanos. Ella no duerme, pero aprovecha bien el tiempo para comer, estudiar, descansar un rato con Pupi, su gata. Le encanta esa época del año en donde los árboles florecen en el pueblo, se llenan de esos racimos de flores rosas, algunos con flores blancas, pero todos repletos y enormes, con una sombra que se agradece a esa hora. Nunca supo cómo se llama ese árbol, y no se lo preguntó a nadie porque quería mantener el misterio. Lo que se nombra toma entidad, ocupa espacio. Ella trata de no darle nombre a esas cosas que desconoce, solo sabe que la acompañan en sus pensamientos y le da placer verlos. Y tocarlos.

Llega a su pequeño departamento a unas cinco cuadras de su trabajo, en el centro comercial del pueblo, saluda a Pupi que aparece apenas escucha las llaves, y abre la ventana para tocar uno de esos racimos del árbol que está en la vereda. No tiene balcón, pero ese es su privilegio. El hecho de no saber el nombre de ese árbol cree que también la va a ayudar cuando se vaya. Va a poder despegarse más fácilmente de él. Quizás lo encuentre en otro lugar al que sí pertenezca y ahí intente averiguar su nombre. Nati abre la heladera en busca de las sobras de la noche anterior y saca un pedazo de carne que pone a calentar en el horno. Mientras se calienta, arma una pequeña ensalada y le da de comer a Pupi. Después, se tiran juntas en el sillón a ver un rato la televisión.

Que florezcan esos árboles significa que ya casi comienza la primavera. Se acerca el fin del plazo que se autoimpuso para ahorrar dinero para el viaje. Desde principios de año, como la tienda de regionales cierra los sábados por la tarde y los domingos, esos días trabaja también en un bar de la misma cuadra para ganar un poco más. Pero se propuso que para mediados de octubre tendría toda la plata y sacaría el pasaje en avión para Buenos Aires. Piensa en eso mientras come con una mano y acaricia a Pupi con la otra; la televisión emite solo un sonido de fondo.

Cuando termina de comer lava los platos y se pone a barrer un poco. En primavera entra mucho  polen de los árboles y en los pisos blancos del monoambiente se nota. Aunque no le gusta nada, todas las mañanas debe hacer la cama para que no se ensucien las sábanas. Levanta con la pala lo que barrió y de paso baja a sacar la basura. De noche, cuando vuelva del turno de la tarde, le va a dar fiaca. Después de todo eso, esa rutina que se repite casi todos los días sin excepción, pero que le gusta porque le recuerda su libertad, busca el control para apagar la tele y se sienta en la cama, que también funciona de escritorio, para estudiar.

Pero antes de apagar, hace un poco más de zapping y en el canal de noticias local se encuentra con una imagen familiar: ese papá que alguna vez tuvo, joven, barbudo, esposado, con dos policías que lo obligan a subir a un auto. Apaga rápido. ¿Por qué justo aparece de nuevo? Todo marchaba bien. Pero le llama la atención, ya pasaron varios años de esa imagen y ella no supo más nada del asunto. Vuelve a encender el aparato. El zócalo dice que pasaron diez años del femicidio de Gabriela, la esposa de su padre. Realmente se había olvidado. Presta atención y escucha que están repitiendo los detalles del asesinato: que la encontraron en el fondo de la casa, semienterrada, con muchos golpes; que su papá esa noche estaba deambulando por el centro de la ciudad muy borracho, nervioso, con cara de asustado, con una petaca en la mano. Muchos vecinos lo vieron y testificaron. Una de las hijas de Gabriela denunció su desaparición al día siguiente y la policía fue a buscar al marido, que dormía en la plaza, a punto del coma alcohólico (aunque eso no fuera una novedad en el pueblo). Cuando lo llevaron al hospital y lograron sacarlo de ese estado, confesó.

Pero Nati recuerda otra cosa. Recuerda que, entre el asesinato y su vagabundeo por la plaza (del momento exacto se daría cuenta muchos años después), su padre se apareció en la puerta de la casa de su abuela, donde ella vivió siempre, y le pidió asilo. Su abuela, la madre de ese hombre que buscaba esconderse, lo echó. Ahora ella entiende lo mucho que debe haberle dolido, pero sabía que su hijo no estaba bien y podía lastimarlas. En el noticiero están haciendo un resumen por el aniversario, pero lo relacionan con un caso reciente. Vivir sola en esa ciudad sigue siendo algo raro, no lo habla mucho con nadie. Las hijas de Gabriela ya se fueron hace rato.

Apaga de nuevo y agarra las fotocopias de economía política pero ya no puede concentrarse. Corre todo hacia un costado de la cama, los apuntes y la cartuchera, y se mete dentro de las sábanas. A pesar del sol que entra por la ventana, le agarró frío. Recordar, ya no recuerda. No hay mucho para recordar, pero el miedo caló tan hondo que funciona como si fuera parte del inconsciente.

Se despierta de golpe, toda transpirada. El sol sigue entrando por la ventana pero más tenue. Nati se sobresalta y mira la hora en su celular: las cinco y cuarto. Por suerte no se quedó dormida, tiene tiempo de bañarse antes de volver al local. Cuando se incorpora, Pupi se para sobre sus piernas y la mira, muy fijamente. Nati la observa y de pronto recuerda que estaba soñando; seguro se movió y habló, eso a Pupi siempre la pone en alerta. Soñó con su papá, Gabriela y su mamá, o con la imagen de su mamá, porque casi no la recuerda. Gabriela apareció más tarde en la vida de su papá, pero ella ya estaba viviendo y siendo criada por su abuela. Recuerda poco del sueño: Gabriela en una fiesta, en su casa, recibiendo a los invitados, ofreciéndoles bandejas con comida, hablando y riendo con ellos. En las repisas, la presencia de su mamá en las fotos, y Nati desde un rincón que mira a Gabriela, con cara triste y enojada a la vez. La gente charla, disfruta, pero de repente se escucha que en la cocina cae una bandeja y se rompen vidrios. La gente se acerca y cuando Nati lo hace, sigilosa entre las piernas de los invitados que huyen de la escena, un poco inhibidos y actitud de “acá no pasó nada”, ve a Gabriela llorando, barriendo los vidrios rotos, y a su papá diciendo que fue un accidente y tratando de sonreír. Cuando vuelve a su rincón, sin que nadie la note, Nati ve allí a su mamá, vestida igual a una foto que tiene al lado del televisor, que le guiña un ojo pero con una sonrisa triste.

Hacía mucho que no soñaba con todos ellos. Pero mientras trata de borrarse el sueño de la cabeza, corre a Pupi y se va a bañar. Cuando sale, aún envuelta en la toalla, se acerca a la ventana, toca un racimo de flores de ese árbol sin nombre y se queda pensativa, mirando a la nada. La gata la saca de su letargo cuando quiere jugar con el pompón de sus chinelas y ella se apura a cambiarse para ir al segundo turno en el local.

Cuando llega se pone a ordenar un poco. Limpia las botellas de vino de la estantería más grande, repone los tarros de aceitunas y todos sus derivados, pone en la estantería del centro, para que se vea apenas la gente entra, las nueces confitadas, el producto estrella porque se cosecha en la provincia. Todo transcurre con normalidad hasta las ocho de la noche: aparecen varios turistas que vienen a Chilecito desde la Cuesta de Miranda para visitar las estaciones del viejo cable carril de la mina La Mejicana y de paso chusmean los regionales; algunos compran, la mayoría no. Nati sabe que el local no tiene el mejor aspecto, ubicado en una galería vieja, que hay mejores que están bien instalados, pero el dueño no quiere invertir un peso más. Vende lo suficiente para bancarlo y bancarla a ella. La Rioja no se encuentra dentro del mapa turístico tradicional del país, así que tienen suerte de vivir en una de las ciudades más visitadas de la provincia. Aunque Nati sabe que pronto va a estar en la ciudad argentina por excelencia, la jungla de cemento, pero todavía no le aviso a su jefe.

Cerca de la hora del cierre, a las ocho y cuarto, ve entrar por la galería a un hombre que le resulta conocido. Mira algunas vidrieras, después se acerca a la de la tienda y entra. No saluda ni con la mirada, y Nati, que se enoja mucho con clientes así, atina a decir algo pero no le salen las palabras. De golpe, recuerda quién es el tipo: un amigo de su padre, de ese grupo que se señalaba como responsables de lo de Gabriela. Al confesar, su padre dijo que había tenido ayuda de ciertos amigos, pero no quiso dar nombres y la justicia nunca lo demostró. Pero Nati sabe quiénes son esos amigos. Con un escalofrío, no lo mira y simula que anota cosas en un cuaderno u ordena productos en la vitrina que sirve también de escritorio. El tipo revisa algunos productos y hasta los levanta para observarlos de cerca, pero no la mira ni parece reconocerla, y se va como vino, sin decir una palabra. Ella automáticamente sale de detrás del mostrador y comienza a cerrar el local, quince minutos antes de lo establecido.

Nati vuelve a su casa rápido, como si alguien la persiguiera. Es jueves, hay movimiento en la ciudad porque ya casi se acerca el fin de semana y la gente comienza a disfrutarlo. Cuando llega, Pupi la recibe, como siempre, y la sigue curiosa en su camino hacia el living, preguntándose porque no obtuvo las caricias acostumbradas. Nati prende la computadora y se pone a ver pasajes a Buenos Aires. Se decide por uno para dentro de un mes exacto y lo compra, con una valija y el traslado de Pupi incluidos. Cuando la página le acepta la tarjeta y le muestra su pasaje emitido, respira, deja la computadora y se tira en el sillón, mirando al techo. Pupi se sube a su panza y se acurruca. Tiene que irse, no puede vivir más en esa ciudad que la asfixia, que le trae recuerdos todo el tiempo y trata de volverla loca. Se incorpora lo que puede y mira el árbol sin nombre a través de la ventana aún cerrada. Lo va a extrañar, sus flores, su olor en primavera, hasta el polen que le mancha los pisos y las sábanas. Quizás encuentre el mismo en Buenos Aires, y ahí podrá averiguar su nombre. Y así sabrá cómo se llama el árbol favorito de su mamá.

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