Golondrinas
Por Rocío Cortina, en «Pases de Magia» (2024, Milena Caserola)
Un corte de luz masivo en Buenos Aires nos impide llegar a tiempo en esta tarde de invierno. Paula fue rehén de un subte detenido, y yo me quedé sin batería en el teléfono y no pude escuchar su aviso. Nos encontramos en el punto en común una hora más tarde de lo acordado. Las dos cargamos con el mal humor del contratiempo, pero al vernos nos damos un abrazo y sonreímos: es nuestra forma de salir del laberinto.
—Vamos que llego tardísimo—, me apura Paula. Su energía me revitaliza: tantas otras veces tenerla cerca me sacó del pozo.
Mientras se hace de noche, caminamos en contramano de la mayoría de las personas, que salen de sus trabajos en microcentro y enfilan hacia Retiro para volver a sus casas. Tenemos unas doce cuadras hasta la casa de decoración de la socia de Paula. Mi amiga se va a encontrar con una nueva clienta para elegir los empapelados de la habitación de sus hijas y ver muebles modernos.
—Con este caos, estás perdonada por la demora—, la tranquilizo.
Ya hicimos otras veces el mismo plan, una excusa para pasar tiempo juntas. Nos encontramos en Plaza San Martín, un punto medio para las dos. Caminamos, nos ponemos al día, ella ve a sus clientas y después tomamos algo en una casa de té que tiene una terraza con vista al río.
Aunque Paula todavía no lo sabe, algo distinto se cuela en nuestra rutina. Hoy empiezo a despedirme de estas caminatas. Estoy decidida a contarle que me voy a Lima a fin de año y que solo tengo pasaje de ida. Sé que ella estará en desacuerdo, que me dirá una vez más que tengo que buscarme un trabajo estable. Que las cosas son difíciles en otros países cuando una está sola. Que no me crea el cuento de vivir en el exterior como si fuese la nota periodística de un diario de derechas. Que acá tengo a mis amigas y a mi familia.
Entramos en calor mientras los semáforos vuelven a funcionar como payasos mareados y los autos marchan locos. Respiro hondo y, para romper el hielo, le digo a Paula que el caos de tránsito me recuerda a algunas ciudades de Perú.
—Los que caminan, los que van en bici y los automovilistas se chocan y ni les importa, no hacen caso a ninguna señal.
—No conozco Perú—, dice ella de mala gana.
Es cierto. Estoy mentalizada en mi viaje, y me olvido de que Paula eligió viajar cinco o seis veces a Estados Unidos pero de Latinoamérica conoce poco. Nunca le llamaron la atención esos paisajes de Argentina que se convierten en postales de almanaques. Yo hice exactamente al revés. Todavía no pisé Nueva York y tampoco me urge hacerlo, cada vez que pienso en las multitudes de la Gran Manzana se me cierra el pecho.
Nos detenemos en un semáforo. Estamos unos centímetros por debajo del cordón amarillo. Dos adolescentes casi nos atropellan con sus monopatines y nos recuerdan que conviene subir a la vereda. Paula bufa. Quedamos alertadas, y esa alerta nos hace sostener el silencio durante una cuadra. Me cuesta el silencio. Cuanto más cercana es la persona que tengo a mi lado, más difícil es estar callada. Pero el silencio de las calles de Buenos Aires no es el mismo que el de un ascensor, el del reposo de la charla de bar o la fila del banco. El silencio del centro es el del vendedor ambulante que nos ofrece medias, el hombre nervioso que habla por celular a los gritos, la mujer con un bebé que nos pide plata, la ambulancia que invade con su sirena y necesita pasar aunque no haya por donde.
De repente, Paula sale del mutismo.
—Sol me dio un consejo de mierda—, se queja.
—¿Por? —Entiendo que su silencio alimentaba un monólogo interior.
—Me dijo que le hablara al tipo que conocí en el after office la semana pasada. Lo hice y obvio, me clavó el visto.
—Sol, ¿qué Sol?
—Mi amiga desde el jardín de infantes, Sol, nena.
—Ah, perdón. Bueno, ningún consejo nos va a impedir chocarnos con una pared, Pauli.
—Qué superada estás hoy. —Dice ella, bufando otra vez.
—Solo digo que hay que preguntar menos y hacer más.
—¿Qué, vos nunca pedís consejos?
Me acuerdo de la primera vez que le conté a Paula sobre mis ganas de migrar a Lima y vivir en una ciudad con mar. Fue después de un viaje de varios meses por Latinoamérica. Solo le compartí un deseo, no le pedí consejos, pero ella me los dio igual: no vayas sola, esperá a conocer a alguien y te vas en pareja, me dijo.
—Sol te dio un empujón para que te animaras a hablarle al tipo y bajaras la ansiedad. Y basta, que no me gusta criticar a amigas entre otras amigas.
Eso me lo enseñó mi abuela. Una vez la escuché amargada después de los festejos del Día del Maestro. Ella era personal no docente de una escuela, y se llevaba bien con maestras y con directivas. En una cena, se incomodó porque criticaban a la directora —Lidia se llamaba—, que era también su amiga.
No le cuento a Paula sobre mi abuela. Ella no conoció a sus abuelas y no es sensible a las personas mayores. Nada de esto va a importarle más que el tipo del after. Entiendo lo vulnerable que se siente al relacionarse. Con su última pareja estuvo cuatro años y todo se cortó poco antes de convivir. Él se alejó como un adolescente asustado, el mismo día en que habían encargado muebles a medida. Fue muy triste ver a Paula a la intemperie, con el departamento de tres ambientes a medio armar.
Freno la caminata para atarme el cordón de la zapatilla en el escalón de un edificio. Paula no se da cuenta y avanza hablando sola. No le aviso, está concentrada en su monólogo. Cuando la alcanzo al trote a unos pocos metros, se da cuenta de que no la estaba escuchando y me dedica una mirada asesina. Por un segundo, me odia.
En pocos minutos llegamos al local de la socia de Paula. A mi amiga le cambia la cara. Se nota que hace lo que le gusta. Es decoradora desde que la conozco, hace veinte años. También restaura muebles. Todos los objetos que pasan por sus manos encuentran otra vida útil, una vida más bella. Sé dónde posa los ojos cuando observa algo que le atrae, como una gata que calcula el espacio para saltar. Vi pasar decenas de locales, casas y oficinas que Paula transformaba. Admiro que haya podido hacer de un hobby su trabajo para vivir. Desde afuera solo se veía disfrute, sentía que todo le salía fácil. Mientras yo estudiaba apuntes eternos entre trabajos mal pagos, me entretenía conocer a los dueños de esos espacios donde ella trabajaba, saber si habían heredado la propiedad, si la habían comprado por decisión propia o solo por el bajo costo. Una vez hice entrevistas dentro de un country para un artículo que estaba escribiendo. Mientras ella medía paredes y testeaba cómo caía la luz a medida que pasaban las horas en una casa calcada de las publicidades de revistas, yo le preguntaba a la dueña por qué había decidido vivir en un barrio cerrado a tantos kilómetros de su trabajo diario y cómo hacía para llevar y traer a sus hijos a los compromisos sociales todo el tiempo, si no le daba miedo que no conocieran dónde queda el Obelisco o cómo viajar en un ascensor.
Hoy no tengo ganas de entrar ni de charlar con la socia de Paula, que además no se percató de mi presencia. Camina con el teléfono en la mano de acá para allá, parece ocupadísima. Espero a Paula afuera. Siempre tuve la sensación de que el negocio, un espacio blanco con luces cálidas y objetos de colores pastel, tiene más identidad de Palermo que de microcentro. La falta de correspondencia tiene una razón. Después de la pandemia por Covid la mayoría de las oficinas se vaciaron porque sus trabajadores hacían home office, y la zona quedó despoblada. Gracias a una exención de impuestos para comercios que se instalaran allí, la socia de Paula no solo mudó su local sino que también lo agrandó.
Contesto mails desde el teléfono, fumo un cigarrillo. Aprovecho este tiempo para observar la ciudad y no hacer nada más. No tengo muchos momentos así en el día. Me siento como cuando era chica y me quedaba en la puerta de calle a ver quién pasaba por la vereda. Así, pero más anónima, camuflada entre la masa de personas que caminan por Buenos Aires, mi mirada es nostálgica y extrañada a la vez. Es la mirada de alguien que se está yendo y que sabe que va a extrañar. Con disimulo, la observo también a Paula mientras habla con su clienta. Es una mujer de cara redondeada, pelo corto a la moda y sin tintura, vestida con un jean gastado y zapatillas muy blancas, como nuevas. Lleva riñonera en lugar de cartera. Parece una mujer que al fin encontró la felicidad en su sencillez, una mujer que emana la paz de quienes tienen la subsistencia resuelta. Paula le sonríe al hablarle, gesticula, se acomoda el flequillo, la mira a los ojos. Estudio sus gestos precisos, la veo brillar en la conversación, seducirla, ganársela a fuerza de carisma.
En tantos años, nunca le pedí asesoramiento a Paula para decorar mi casa. Soy rústica, mi gusto está moldeado por la necesidad, por la funcionalidad. Paula dice: si vas a comprar algo por utilidad, ¿qué te cuesta que sea lindo? Cuando ella lanza esas frases, me pregunto qué es lo lindo y qué es lo feo, ¿no depende de quién lo mira? Y en secreto pienso que además de cambiar las cuatro paredes que nos cobijan, también tenemos que pensar en cambiar el mundo que está ahí afuera.
Termino de ver los mensajes y pongo el teléfono en modo avión, no quiero estar disponible. Pienso en ponerme música en los auriculares, siempre me gusta ese efecto de mutear al exterior y darle play a las melodías que quiero. Pero antes de hacerlo, algo me llama la atención en el local de enfrente, que también vende muebles. Achino los ojos para ver mejor. Hay un hombre instalado en el umbral. Vende libros desparramados sobre una manta. O nunca le había prestado atención, o las otras veces que vinimos, él no estaba. Dentro del negocio hay mesas y sillas de estilo escandinavo, pingüinos de cerámica en color pastel para tomar vino, alfombras naturales para pies de ejecutivos cansados. Afuera el tipo se acomoda entre unos cartones.
—¿Querés ver algún libro? —me grita.
Podría no mirarlo. Podría terminar mi cigarrillo sin decir nada, podría esbozar simplemente un “gracias” o levantar el dedo pulgar del mismo modo impersonal en que lo hacen los automovilistas de los barrios caros cuando un limpiavidrios les ofrece sus servicios en un semáforo. Podría. Pero cruzo la calle hacia él sin mirar si vienen autos. Las luces de la calle se agitan como un abanico sobre mis ojos. Lejos de iluminarme, me confunden.
Me detengo frente a los libros, levanto uno, el primero que me atrae por la tapa: una mujer de espaldas, sin ropa en la parte superior del cuerpo, pero con un pantalón puesto. Es usado, en buen estado. Le pregunto al vendedor cuánto vale.
—Vos ponés el precio.
Tanteo los dos billetes que tengo en el bolsillo del jean y se los doy. Él agradece. A su alrededor hay dos bolsas de consorcio negras, unas latas, frazadas.
Cruzo otra vez la calle, con un poco de apuro y otro poco de vergüenza, preguntándome si de verdad ese es el valor de un libro, si no le habré dado menos plata al hombre. En ese mismo momento, veo que Paula se despide de su clienta con un abrazo y viene hacia mí.
—¿Qué hablabas con ese rotoso? —me pregunta.
Lo dice como si no supiera que hace años tuve una historia con alguien que vivía en la calle. Como si no se acordara de que fue ella la que me apuntaló por aquellos días en que no tenía idea de cómo tomar decisiones.
—No digas así.
—Pero qué hablabas. No te voy a dar consejos, ya te escuché antes.
De repente, una revelación me nubla la mirada. Hace tiempo no estoy de acuerdo con casi nada de lo que piensa, hace o dice Paula. ¿Qué me une a ella? ¿Por qué seguimos haciendo caminatas, planes, si solo buscamos demostrarnos cuán diferentes somos una de otra?
—Le compré un libro. A vos, ¿cómo te fue?—. Le hago un gesto, agitando la mano hacia adelante, para que empecemos a caminar en lugar de seguir ahí, paradas.
—Bien, muy bien, esta piba es divina y tiene plata para gastar, es una buena clienta.
La plata: otro de los tópicos preferidos de Paula.
—¿Qué libro es?—. Dice de repente.
—Ni idea, solo me gustó la tapa—, lo saco del bolso y se lo muestro.
—La ciudad y la casa—. Lee ella en voz alta. —Después contame qué tal, todo lo que incluya casas me interesa—, me pide y hace esa mueca tan suya, de media sonrisa hacia la izquierda.
—No sé si son de las casas que te gustan, pero lo leo y te cuento.
En la calle casi no hay vestigios del corte de luz que destejió la trama urbana horas atrás. Todo se acomoda rápido. Ya se hizo completamente de noche, aunque no se nota: la nuestra es una ciudad que pretende esconder sus partes oscuras. A medida que avanzamos, siento que me molesta la luz de los negocios, de los carteles, la luz de los autos. En especial, me fastidian los focos de los edificios, cada vez más fuertes e invasivos. Los miro con atención. En los balcones se instalan esos que se encienden ni bien cae la tarde y no se pueden apagar a voluntad. Todos son iguales.
Si estuviésemos en penumbras, quizás me animaría a hablarle a Paula del viaje, y también de algunas cosas que pienso sobre nuestra amistad. En la oscuridad, lejos de sentir desamparo, estaría resguardada. Pero acá, bañada por estas luces blancas, artificiales, me siento de hielo, y no me nace compartir nada.
Faltan solo dos cuadras para llegar a la casa de té que nos gusta. Sigo encandilada cuando encontramos a dos chicos jóvenes que bailan con aros fluorescentes en un semáforo, haciendo ula ula. Un hombre me ofrece flores y se las compro. Son gerberas amarillas. Se las regalo a Paula, ella las toma, sonríe, me agarra del brazo. Así, juntas, esquivamos a dos nenas que posan para una selfie en el medio de la vereda, con el afiche de una cantante de Disney de fondo. No sé quién es, nos separan varias generaciones de los artistas de moda.
Cuando entramos a la casa de té, a Paula le suena el teléfono. En lugar de atender, corta y vuelve a guardarlo en su cartera.
—Qué bien nos vino la caminata, cambiamos la energía—, dice. Su tono de voz es otro.
—Sí, cambiamos—, le contesto.
Una mujer con delantal negro de cuello mao, nos trae la carta. El silencio oriental de este bar es otro silencio, un silencio que comunica sentimientos. Quizás no hay nada que decir, quizás voy como las golondrinas cuando llega la primavera, ante la perspectiva de otros cielos. No es raro que un corte de luz me lo recuerde hoy: la electricidad es aire, y el aire es libertad.
Realmente me pareció muy lindo el cuento, fresco, animado, muestra esa faceta de la amistad que se construye con la mutua compañia, la certeza de lo dicho y lo no dicho.
Gracias por tu lectura y comentarios, Virginia!
Me gustó el cuento, explora esa faceta de la amistad que se construye desde la mutua compañia, con la certeza de lo dicho y lo no dicho.