Por Rocío Cortina*
En 2004 Florencia Abbate (Buenos Aires, 1976) llamó la atención de la escena literaria argentina con El grito, una de las primeras obras narrativas enmarcadas en la crisis del 2001. En 2006 lo hizo de nuevo con la antología Una terraza propia, donde compiló a una veintena de narradoras argentinas entre las que estaban Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Selva Almada y muchas otras mujeres que marcan el pulso de la narrativa contemporánea. En 2007 publicó Magic resort, su segunda novela. Después, Abbate escribió poesía y ensayos, fue madre, se convirtió en Doctora en Letras e investigadora de CONICET.
Con Felices hasta que amanezca, su nuevo libro, vuelve a la narrativa y se reafirma como una escritora segura de trabajar en diferentes géneros. Editado por Emecé, contiene nueve relatos explosivos donde las mujeres son protagonistas y ponen el cuerpo. En un frenético mediodía de la ciudad de Buenos Aires donde nos concedió esta entrevista, Abbate se refirió a la escritura como refugio del ruido mundano: “Escribir es olvidarse del barullo, concentrarse en algo tan pequeño como la elección de un adjetivo es una experiencia que vuelve a centrarte. Eso me puede pasar con cualquier género”.
Felices hasta que amanezca aparece tras 10 años de que no publicaras ficción. ¿Cómo fue el proceso de escritura de este libro?
Parece que no pasara nada cuando no escribís, pero en realidad se cocinan cosas, se acumulan apuntes y cosas que a una le gustaría narrar y que toman forma adentro. Hay cuentos que siento que llevé conmigo mucho tiempo. Cuando me senté a escribirlos, empecé el libro en el verano de 2016 y lo terminé a lo largo de ese año, hasta el otro verano, lo hice de un tirón. No trabajo de manera lenta e intermitente durante mucho tiempo, sino que cuando me siento a escribir un libro me gusta que sea una experiencia intensa, que eso fluya, y terminarlo. La narrativa tiene tiempos más exigentes que la poesía, por ejemplo, que tiene otra temporalidad. Tampoco siento la presión de tener que publicar. Al igual que la mayoría de quienes escribimos ficción en la Argentina, no vivo de mis libros.
¿Cómo encontrás el panorama editorial en la actualidad, en comparación con el escenario de tus primeras publicaciones, a comienzos del 2000?
Es lindo lo que sucede en la literatura argentina, porque en 2004 cuando publiqué El grito no había una generación de escritoras mujeres como sí hay ahora. Era muy chica, tenía 27 o 28 años, y me sentía afortunada porque una editorial grande me publicaba. No había tantos sellos independientes o había algunos pero muy chicos y no tenían prensa ni buena distribución. Al tomar consciencia de eso, y gracias a que ese libro se movió y circuló mucho, dos años después surgió la posibilidad de hacer la antología Una terraza propia. Nuevas narradoras argentinas, una compilación de cuentos de escritoras contemporáneas. Quise mostrar que no era que no había autoras: sí había mujeres que escribían, ahí estaban, pero era muy difícil publicar o que los libros publicados llegaran a hacerse conocidos.
Estudiaste Letras en la UBA y tus primeros trabajos fueron en periodismo. ¿Qué le aportó el oficio a tu carrera como escritora?
Sí, empecé en periodismo gracias a Christian Ferrer. Yo iba a escuchar sus clases en la materia PCPC de Ciencias de la Comunicación, en la UBA. Lo admiraba. Nos hicimos amigos, él me contactó con María Moreno y mis primeros trabajos fueron con ella. Tuve muy buenos editores, trabajé con Leo Tarifeño, con Elvio Gandolfo, con Santiago O´Donnell. Mientras cursaba Letras vivía del periodismo freelance. Algo que aprendés del oficio es el deadline. Aceptás las limitaciones y sabés que hasta ahí llegaste. A veces te vas a dormir y pensás: “tendría que haber cambiado esa oración”. Algo de esa sensación de pérdida sirve para todo proyecto de escritura.
De hecho en el relato Esta cosa salvaje te inspirás en tu experiencia como joven periodista, trabajando en un libro sobre transexualidad junto a María Moreno. Pero no es un texto autobiográfico, ni hay otros relatos de esa naturaleza en este libro… ¿Cómo construís ese pasaje de una situación de tu experiencia hasta la ficción?
Sí, hay dos cuentos, uno es el que mencionás y otro es el que transcurre en El Salvador, que están inspirados en dos trabajos periodísticos que efectivamente hice. Pero no son cuentos realistas, y ninguno es testimonial. Nada es autobiográfico. Creo que decir que algo es autobiográfico es tener poca confianza en la literatura. Aun cuando se trabaje con materiales que en parte estén inspirados en una experiencia, en el texto el personaje toma forma y se convierte en otro. En mi caso, escribo mucho a través de la invención de personajes. Primero invento la voz, siempre narro en primera persona, toma forma personaje y recién después la estructura. Llego a las historias a través de la invención de los personajes. Supongo que por eso también me gusta el periodismo: sentarte con una persona, escucharla, observarla, conectarte.
También está muy presente el contexto histórico y social en todos estos relatos, el entramado entre lo público y lo privado. Se detectan sucesos de la última década: la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, el conflicto con el campo y el humo desatado por quema de pastizales en 2008, entre otros. ¿Por qué creés que vale la pena dar cuenta del contexto en una obra ficcional?
Los contextos me pegan mucho. Vivimos en un país donde, a diferencia de otros, siempre pasa algo. En la experiencia cotidiana de escribir en Buenos Aires el contexto entra por la ventana y a veces hay que luchar contra eso. El grito lo escribí durante el verano del 2002 porque me había quedado sin trabajo y no tenía nada que hacer. Y el contexto era tan fuerte que no podía escribir sobre otra cosa. En este nuevo libro hay cosas del 2008, que para mí fue un año fuerte en lo personal y también en lo nacional e internacional. Me gusta que resuene algo del presente.
Las protagonistas de estas historias son mujeres. Hay sororidad, relaciones fuertes, mujeres que se mueven en espacios tradicionalmente reservados a los hombres. Un solo relato, El intervalo lúcido, es narrado por un varón, y hasta podría leerse como una “víctima” del patriarcado. ¿Te propusiste ese sistema en el libro o surgió en el proceso de escritura?
Cuando me siento a escribir quiero divertirme, no me propongo nada. Esa visión del escritor que transpira cada palabra no me funciona, si no fluye, preferiría no hacerlo. No soy programática. Si lo fuese, quizás no habría un relato narrado por un hombre. La tradición literaria argentina ha sido siempre muy masculina. Según Piglia, en los grandes textos de la literatura argentina la mujer perdida es quien desencadena la narración: en Museo de la novela de la Eterna de Macedonio, en Los siete locos de Arlt, en Rayuela de Cortázar, El Aleph de Borges y en Adán Buenosayres, de Marechal. La mujer no está, es una excusa para que el hombre narre, y no hay personajes de mujeres con carnadura. Creo que el canon argentino está construido desde una mirada muy masculina. Sin ir más lejos, la famosa frase de David Viñas donde dice, haciendo referencia a El matadero, que la literatura argentina nace con una violación. Esa es la lectura canónica de la tradición literaria argentina. Yo me acuerdo que cuando tenía veintipico y lo escuché por primera vez en la facultad pensé: Qué horrible, ¿quién puede querer pertenecer a una tradición que nace con una violación? Últimamente en mi trabajo como investigadora de CONICET analizo la obra de Libertad Demitrópulos. Ella sí se planteó programáticamente ocupar ese espacio en blanco que eran las voces de las mujeres. En una entrevista dice: “Ahora nos toca a nosotras llenar esos espacios”. Sus protagonistas son mujeres con vidas muy duras, inmigrantes, de clases populares. Si comparo lo actual con esa tradición literaria que aprendí en la universidad siento que ahora hay algo más diverso y vital. No se remite todo a una tradición, cada escritor está hecho de una confluencia de muchas tradiciones. Y creo que la literatura argentina se ha ido poblando de buenos personajes femeninos. Sin embargo todavía existe la idea de que si escribiste con muchas narradoras es porque quisiste hablar del universo femenino. Nadie le preguntó nunca a Saer: ¿Por qué elegís un universo masculino?, a pesar de que todas sus maravillosas novelas están narradas por hombres. Si un hombre escribe con muchos narradores varones no se le pregunta eso, tal vez se piensa que ése es el universo en sí.
Escribís siempre en primera persona, tanto en Felices hasta que amanezca como en tus novelas anteriores. ¿Por qué elegís ese procedimiento?
Creo que lo pienso desde la historia de la literatura también. La tercera persona está asociada al realismo decimonónico, existía ese narrador omnisciente porque había un supuesto de objetividad, del mundo a comprender, de transparencia del lenguaje. No obstante hay miles de terceras personas de narradores vanguardistas, ya avanzado el siglo XX, que están usadas con ironía. Si la usara la tendría que usar así, sino no me la creo, no puedo saber desde qué cielo se está viendo la historia. Me gusta más trabajar desde la perspectiva de los personajes, construir un personaje y narrar desde su mirada. La tercera no me sirve para eso. Siempre construyo una pluralidad de miradas o perspectivas, la idea de que el mundo es caótico y puede ser visto de muchas maneras. La tercera no me aporta tanto a esta sensación de que no hay un lugar del cual vos puedas salirte de tu propia experiencia para narrar u observar algo. En todos mis relatos hay una limitación en el punto de vista, y es la de la experiencia de ese punto de vista.
Otro rasgo parejo en los relatos es el caos que recorre las historias y que explota a través de un final con elementos absurdos o con estereotipos que se fuerzan al máximo. ¿Qué te lleva a jugar con el absurdo?
Los finales tienen que ver con que quise hacer algo diferente en relación a lo anterior, porque en mis textos anteriores no hay elementos que rompan con el realismo. Y en estos, sí. Podríamos decir que todos los finales son delirantes o poco realistas. Usé un epígrafe de John Harrison, quien trabaja lo fantástico, o en ese límite. Tiene que ver con una percepción que tengo del mundo actual. Cada vez se nos altera más el verosímil. Vemos cosas que no encajan con ese verosímil pero a la vez nos parecen totalmente posibles. ¿Hasta qué punto nuestra percepción de la realidad no incluye ya el absurdo?
* Nota publicada originalmente en Revista Polvo