Rocío Cortina
No me conmueven en especial los perros. Sin embargo me gusta ver cuando las personas se hacen amigas gracias a ellos. En la plaza donde voy a leer, a última hora de la tarde se arma una tribu de vecinos y vecinas con perros. “Hola qué tal, qué decís”, se saludan y se ubican en círculo, sus cuerpos ni tan lejos ni tan cerca. Algunos fuman, otros casi no se miran, pero están.
Los escucho preguntarse cuánto tiempo tiene este o aquel, comentar complacientes el mal genio cuando alguno tira el tarascón o averiguar dónde se consigue tal collar. La tribu se da la bienvenida en el espacio público con camaradería. Saben que pertenecen a la misma especie, esa que cree en el “mejor amigo del hombre”.
Compañera
De chica no tuve mascotas. Recién a mis 16 en casa hubo un gato que trajo mi hermana menor y que se llamó “Chelo” en honor a un jugador de fútbol. No establecí ningún lazo emocional con él, no porque tuviese algo en su contra, sino porque en la adolescencia lo único interesante era lo que sucedía a un par de kilómetros de aquel umbral.
Cuando me fui a vivir sola, mi hermana me dijo: “Necesitás una gata”. Yo no estaba segura de aquello, pero en un confuso episodio el enigma gatuno estaba planteado. Flora ya vivía conmigo.
Once años después, Flora es para mí la definición de la palabra «compañera»: años de rasguños, ronroneos, meadas en el sillón, corriditas para recibirme después de una jornada fuera de casa, arrumacos en la cama cuando me siento mal, entradas intempestivas en la ducha al ritmo de un prrrrr, venganzas sutiles y silenciosas, excursiones nocturnas, pedidos de queso crema en el desayuno y/o un pedacito de pollo en la cena, presencia atenta durante talleres de escritura y lectura.
En la literatura: mundo humano y animal
En El matrimonio de los peces rojos (2009, Páginas de Espuma), la mexicana Guadalupe Nettel narra similitudes entre el mundo humano y el mundo animal. El cuento que da nombre al libro trata acerca de una pareja que se separa a poco de tener una hija y encuentra reflejada su debacle en la de sus peces:
“En general, se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver”, escribe la narradora.
La serpiente de Beijing es otra historia de Nettel incluida en el mismo libro. El padre del narrador, de ascendencia china, compra una serpiente venenosa y la ubica en un estudio que se construye dentro de la casa familiar, aunque alejado de los lugares comunes.
El narrador (su hijo) investiga sobre el significado de este animal y un día, cuando sus padres ya están separados pero aun viven bajo el mismo techo, la va a ver:
“Mamá y yo nos detuvimos frente al vidrio. Mamá se sirvió un whisky enorme sobre la mesa de la cocina y resumió en una frase lo que pensaba:
—El demonio ha entrado en nuestra casa.”
Aprendizaje gatuno
Hace un tiempo, una amiga me pidió noticias de «la florentena». Se refería a los cambios que la gata tuvo con el confinamiento por COVID. Le conté que se ha vuelto más cariñosa que de costumbre, aunque a veces parece preguntarse cuándo nos vamos de su casa: de nuestra casa.
Se sabe que los gatos, a diferencia de los perros, son más territoriales y que cambiar su lugar de pertenencia está entre las cosas que más sufren. Por eso, quienes tenemos gatas y gatos difícilmente armaremos tribu en lugares públicos al calor de sus hazañas mientras los vemos correr. A lo sumo nos enviaremos fotos por Whatsapp donde los descubrimos con posturas circenses o caras de fastidio.
Sin embargo compartimos el aprendizaje que las mascotas nos transmiten acerca del mundo, pero más que nada sobre nosotros mismos y esos «comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver», como escribe Nettel.
Hermoso…el gato es como el cuerpo propio, se dejá acariciar pero…hasta ahí, si te pasas de comida, de bebida, te lo cobra.
Jajaj! Es muy cierto Patri!