#MujeresQueEscriben

Taller-de-escritura-la-transformacion

Por Rocío Cortina*

A fines de noviembre de 2019 pasé unos días de descanso en Villa Gesell. Me sumergí en la incomodidad del mar, a pesar de que no hacía más de 24 grados. En una de esas zambullidas, emergí abrazada a un revoltijo de arena y sal y yodo y algas, hice unos saltitos ridículos para disimular el frío y volví a la orilla.

—Con lo que te gusta el agua, no entiendo por qué no vas a la pileta del club —me dijo mi novio al verme llegar.

Le contesté entre risas que dejara de evangelizar con las bondades de la natación. Siempre lo hacía cuando yo me quejaba de algún dolor muscular, óseo o articular, llanto habitual en mí. Pero la pregunta me quedó rebotando como el reggaetón que salía de un parlante cercano.

¿Por qué no iba a la pileta? Pensé: voy a pasar el verano en la ciudad, el club es cerca de mi casa, la cuota y los horarios son accesibles. No le tengo miedo al agua, no sufro el frío, no me molesta que se me arruguen los dedos ni que se me reseque el pelo ni la piel por el cloro.

Hasta este momento mi representación del disfrute en una pileta consistía en zambullirse, mover un poco el cuerpo (nadar estilo perrito, en la jerga, hacer la plancha), meter la cabeza debajo del agua, sentarse en el borde a tomar sol, volver a empezar. De chica aprendí a flotar, a no hundirme, a resistir, a hacer la plancha. A jugar. Pero no aprendí a nadar. A lo largo de mi infancia se me inculcaron más actividades intelectuales que deportivas. Respondía mejor a la quietud y a la soledad que al movimiento y las multitudes.

¿Por qué no iba a la pileta? Me sinceré. No iba a la pileta porque me daba pudor aprender a mis 35 años algo que suele hacerse en la infancia.

Me acordé de las notas que escribía para la revista de ciclismo donde trabajé durante años. “Aprender a andar en bicicleta de adulto” era un título que se reiteraba seguido. Me acordé de aquella mujer de mediana edad que mientras intentaba pedalear se llevó por delante un rosal. Me acordé del maravilloso proyecto Ciclofamilia, que durante años alentó a personas de distintas edades a lograr el equilibrio a fuerza de caídas. Me acordé de la chica de veintis que aprendió con sus amigas en un parque, se fanatizó y ahora viaja por el mundo en bicicleta como si ese don le hubiese venido en los genes.

Mientras la mayoría de las personas se bajaban del calendario y se rendían a la espera de las vacaciones, yo me subí a un aprendizaje nuevo y decidí superar un sentimiento tan bobo como el pudor. Es lo mismo que hago cuando aparece la nostalgia (prefiero la tristeza).

¿Qué diferencias hay entre aprender de chico o hacerlo de grande? De adultos nadie nos manda, no nos corre la gradualidad escolar, tenemos más consciencia, direccionalidad en los procesos y, tal vez, adquirimos tolerancia ante la frustración. Pero de niños vamos con menos temores, mayor inclinación al juego y flexibilidad. Me propuse hacer una mixtura con lo más conveniente de ambos mundos, y, lo más importante: disfrutar.

El primer día de clases me enamoré del perfume a cloro y del tobogán que hubiese querido disfrutar a mis ocho años. Con la extrañeza de presentarme ante desconocidos en traje de baño, me sentí como en uno de esos sueños donde salgo descalza para ir al colegio y todos me miran. Me senté en el borde de la pileta y dejé que mis pies dibujaran la coreografía de la ansiedad adentro del agua, esa nueva casa que me recibía con temperatura agradable.

El profesor apareció unos minutos después y aclaró que era un suplente. Usaba un short rojo y tenía poco pelo: eso lo supe porque en la pileta los varones no están obligados a usar gorra de silicona, en cambio las mujeres sí. Aunque ellas tengan el cabello más corto que algunos hombres, aunque también estén peladas.

El profesor me alcanzó una tablita color verde esmeralda y me indicó un ejercicio de respiración.

—Practicá solo en la parte baja —me ordenó al verme llegar a la línea roja que anunciaba el inicio de la parte profunda.

El ejercicio me resultaba sencillo pero me sentía tonta. Era la nueva en un grupo de iniciados que habían asistido a la pileta durante todo el año. Mis compañeros nadaban tres piletas con estilo crol, en los otros dos andariveles “los pro” fabricaban olas con un ritmo envidiable y yo entorpecía el paso en su mar clorificado con una pavada. Me la pasé pidiendo perdón.

De pronto apareció un compañero y me sugirió:

—¿Sabés cómo aprendés a respirar abajo del agua? —el hombre se colgó del borde de la pileta, tomó aire, lo soltó debajo. —Así nos enseñó la profesora —agregó al emerger.

Mientras veía las burbujas que el compañero dejaba en su demostración, detecté que ese era un instante digno de Los hombres me explican cosas, el ensayo que escribió la feminista Rebeca Solnit. “Es la arrogancia lo que en ocasiones mantiene a las mujeres alejadas de expresar lo que piensan y de ser escuchadas cuando se atreven a hacerlo. Es la que nos educa en la inseguridad y en la autolimitación”, sostiene Solnit en su libro.

El profesor diagnosticó que salía del agua demasiado rápido. Desafío: permanecer más tiempo sumergida, y, además, ir a la parte profunda. Detecté entonces el primer problema en esta empresa. Al principio no podía regular el aire. Me desesperaba para salir como un pez que boqueaba fuera del agua. Tuve ganas de salir corriendo y volver a mi escritorio, a mis libros y mis cosas. Pero sola y a mi tiempo aprendí a respirar de otra manera nueva, distinta a la de yoga, a la de RPG, a la de Pilates… ¿Quién sabía que había tantos modos de respirar distintos? Justo cuando empezaba a ser un juego divertido, el profesor estaba de vuelta para detectar la nueva falla.

—Muy bien, pero no estás abriendo los ojos abajo del agua… Tenés antiparras, abrí los ojos.

Entonces abrí los ojos y me detuve en la espuma que dejaban los demás al patalear, en sus pies con dedos pálidos, las mallas flameando, los tatuajes, la parte descascarada del fondo de la pileta, y, al fin, la línea roja que anunciaba que ya estaba en la parte segura. Había visto suficiente.

—No te preocupes, ya vas a perder el miedo, es de a poco —me dijo el profesor.

Volví a mi casa caminando por la avenida, envuelta en sensación de vacaciones, revisando mi ropa porque temía estar semidesnuda como al volver de la playa.

 

El día de mi cumpleaños coincidió con una de las clases. Me entusiasmó que ese hito marcara mi año nuevo. La profesora titular del grupo detectó que sabía flotar y me invitó a nadar estilo espalda en la parte honda. En el primer intento tragué suficiente agua como para detenerme a toser antes de terminar una pileta. En la maniobra choqué a un compañero y fue bastante incómodo. En la segunda vuelta intenté poner en práctica las indicaciones: relajarme, registrar la respiración, no doblar el codo cuando hacía la brazada. Pero casi me choqué con la pared donde termina la pileta.

Esa misma tarde recibí el saludo de cumpleaños de mi abuela. Me preguntó qué había hecho durante el día, mencioné a la pileta y se alegró.

—¡Yo también aprendí a nadar de grande! —dijo.

Entonces me acordé. Ella, pelo corto y bolso colgado en un brazo, se subía al Fiat 147 blanco para ir a uno de los campos de deportes de San Isidro. Siempre quería llevarme a la pileta pero mi madre no accedía: no tenés el gorro (la abuela ofrecía comprarlo en el club), queda lejos (la abuela ofrecía llevarme con el auto), tenés que ir a inglés (la abuela se rendía). Sé que nunca logré ir a aquella pileta, sin embargo tengo un recuerdo, el recuerdo de un deseo tal vez, donde hasta sé qué malla uso yo, qué malla usa ella y veo las caras de unas señoras a mi alrededor. Es como una foto que nunca sacamos.

Aquel día también hablé con varias amigas y les conté sobre este nuevo aprendizaje en la adultez. L. me recordó que ella también aprendió a nadar de grande y que le llevó un año perderle el miedo a la profundidad de la pileta. S. confesó que cuando era chica llegó hasta el nivel 4, pero que un día le exigieron mucho y no quiso regresar a la pileta. C. tomó clases de paddle de grande, y tramitó la bronca de que su madre le prohibiera jugar a la pelota de pequeña. K. bailó danza pasados sus 30, una actividad que su familia había podido pagarle a su hermana mayor, pero a ella no.

También les comenté a mis alumnas de taller de escritura que estaba aprendiendo a nadar. Y es que debajo del agua encontré tantos paralelismos con las escritura y los temores, ansiedades y vulnerabilidades que provoca, que incluso recordé las palabras que la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero me confió en una entrevista: “Escribir ficción es como entrar al océano, insondable, impredecible, caprichoso y peligroso. Hay una superficie y no conoces el fondo. No sabes adonde te va a llevar, si está picado, si va a haber un maremoto o un tsunami.”

 

Mi suerte de principiante se diluyó pronto. Empecé a ir dos clases por semana en vez de una, pero tenía que sostener la práctica a la vez que intentaba mejorar. Además, debía entenderme con una nueva profesora porque la titular cambiado su horario. Al llegar nos pidió que hiciéramos dos vueltas de crol. Como no me salía bien, nadé estilo pecho. Era lo que más me gustaba. Me relajaba el cuerpo y me permitía disfrutar. A la mayoría de mis compañeros no les quedaba cómodo este estilo y les complicaba la patada de rana. No me sorprendió: para hacer el camino más difícil parece que siempre tengo los pasajes asegurados.

—Pero si te sale pecho tenés que poder con crol: es lo primero que se aprende.

Se me aguaron los ojos de impotencia debajo de las antiparras. Me reconocí una nena enojada, pero por suerte era todo agua y nadie se dio cuenta de que, una vez más, quería salir corriendo de la pileta, vestirme y quedarme quieta y sola con mis libros y un café en la mano.

Intenté abandonar el fastidio y, desde el costado de la pileta, le hablé con sinceridad: no me salía coordinar la patada con la brazada, no lograba la recomendada rotación de caderas, tragaba agua al sacar la cabeza para respirar de costado, me dolía el cuello, y, lo más notable de esos días: entraba en pánico cuando veía que a mi alrededor había un montón de personas avanzando.

—Estás pensando mucho —contestó ella, inmutable.

Tenía sentido, pensar era mi fuerte. Solo que en el agua no me servía para nada. Ese día me pregunté si yo también sería tan exigente enseñando a adultos, si a veces me ponía severa sin registrar las necesidades de los otros. Una pregunta para la autocrítica que me sigue acompañando.

A fines del verano, un sábado a la tarde llegó una invitación de mi novio para acompañarlo a pileta libre. Tomé el desafío y me encontré con un panorama más relajado respecto de las clases. No estaba el característico oleaje que fabricaban los nadadores pro en manada. En uno de los andariveles había un grupo muy tranquilo practicando buceo. En otro, adultos mayores se hamacaban en flotas flotas de colores. El guardavidas escuchaba música y tomaba mate. En el mundo de la pileta libre cada uno nadaba como podía y quería.

Esa tarde hice varias piletas con estilo pecho de corrido. Recordé como en un decálogo de instrucciones las palabras de las dos profes (relajate, no pienses, no te vas a ahogar, es imposible que no puedas sacar la cabeza para respirar, conéctate con el agua) y al final advertí que se había producido el milagro: aprendí a nadar de grande.

 

*Esta nota fue publicada originalmente en el Diario Clarín, en la sección Mundos Íntimos, el 27 de marzo de 2020.

 

 

Un comentario en «Aprender a nadar de grande»

  1. Muy buena descripción del contacto con el agua, independiente de la edad, quien escribe puede contar su vivencia y lo logra con maestría, tal que me siento en el agua a su lado, sea al inicio del aprendizaje o ya disfrutando porque logró contactar al agua que es una maravilla de la creación y sabe como acariciarnos. Me gustó mucho el relato y nadé mientras leía.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *