#MujeresQueEscriben

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Por Rocío Cortina*

Dafne destrabó el pasador y la reja del portón lanzó un chirrido. Abrió apenas y me apuro a entrar sin que se escapara Hansel, su pastor alemán. Después empujó la reja con el culo y me saludó con un beso en la mejilla. El perro ladró al mismo tiempo que sonaron las campanas de la iglesia de al lado.

Entrar a la casa de Dafne era una experiencia auditiva. Se fundían los gritos de su padre, un camionero que vivía entre motores y una radio a alto volumen, con los de Leila, la hermana mayor rodeada de amigas, novios, ciclomotores y skates, y los de Nahuel, el hermano menor, que era sordo. La única que desentonaba en el jolgorio era su madre, Ángela. Cuando no daba clases de matemáticas en nuestro colegio, pasaba el tiempo recostada en su habitación.

Entrar a la casa de Dafne era pertenecer por un rato a su mundo. Mi amiga era una de las pocas de nosotras que tenía un cuarto propio: el escritorio decorado con sellos de tinta fucsia, un oso gigante de peluche arriba del televisor, posters de los Backstreet Boys en las paredes, un minicomponente último modelo, ropa de marca que ella misma elegía comprarse.

Entrar a la casa de Dafne era entender por qué toda la clase estaba enamorada de ella. No se trataba únicamente de que ella fuera alta, de pelo lacio, simpática. Dafne iba y venía adonde quería, manejaba plata, hacía cosas de adultos y le salían bien. No necesitaba pedir permiso para decidir sobre sus días: se adueñaba de esas formas de la libertad que están reservadas para quienes crecen solos.

***

Aquel viernes preparamos juntas una clase sobre la célula vegetal. Era uno de los últimos trabajos que nos quedaban antes de viajar al oceanario de Mundo Marino con el colegio. Yo dictaba y Dafne escribía en una cartulina amarilla con un fibrón negro: mitocondria, ribosomas, citoplasma, pared celular. En un momento, el marcador indeleble traspasó la cartulina y manchó un poco el mantel que cubría la mesa. “La empleada después lo cambia”, se despreocupó Dafne.

Le recordé que, además de esa lámina, teníamos que llevar al colegio un ejemplo vivo de célula para mirar con el microscopio. “Un vegetal, una planta o una flor, dijo la de biología”. Dafne abrió la heladera, sacó un tomate y lo apoyó sobre la mesada de mármol. Lo corté al medio entre resbalones, con un cuchillo de poco filo. Ella sostuvo una mitad sobre cada palma, el jugo empezó a chorrear entre sus dedos. Le saqué las semillas con paciencia, una a una. Después Dafne agarró una mitad y se la llevó a la boca, como si fuera una naranja. “Está súper dulce”, dijo con los labios rojos y me lo pasó para que lo probara. ¿Un tomate fuera de la ensalada?, pensé. Lo tiré a la basura sin decirle nada.

Después fuimos al jardín, que era en verdad un pedazo de tierra arrasada por Hansel. Sobre una mesita había dos bateas de plástico para hacer papel reciclado. Una era para remojar el papel cortado en trozos, la otra tenía anilina de colores para teñirlos. Dafne se arremangó y sumergió su mano en la pasta. Tenía el mismo color del tomate. Sus dedos deshacían la pulpa y me recordaban las búsquedas de almejas en la playa, los dedos hundidos en la orilla y el final de la ola que se alargaba en la espuma. En dos días viajamos a Mundo Marino, recordé. La profesora de Biología había dicho que era el oceanario más grande del país.

Nos interrumpió el chirrido del portón. El padre de Dafne entraba a la casa con Ángela, a ella le costaba caminar. La reja quedó abierta. Hansel ladró y se escapó. “Dafne, andá a traer al perro”, gritó el padre. Me volví unos pasos hacia atrás para seguir con el papel reciclado, mi ansiedad quería convertirlo en hojas de carta. A nuestro lado detecté un charco que antes no estaba. Primero pensé que había sido Hansel, o que habíamos tirado alguno de los líquidos que usábamos. Pero mientras Dafne volvía con el perro, vi la aureola oscura en su pollera de jean.

***

En el micro hacia Mundo Marino nos sentamos juntas. Dafne eligió el lado de la ventanilla. Casi no me habló. Se puso el walkman, apoyó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos. Tuve ganas de tratarla mal, de achicar la distancia con alguna pelea estúpida. En el fondo del micro, nuestros compañeros jugaban a algo que se oía divertido. Me preparé para levantarme del asiento y unirme a la fiesta. Dafne sintió el movimiento de mi cuerpo, entreabrió los ojos y buscó los míos. Algo de su magnetismo me dejó inmóvil en el asiento.

Recordé las palabras de mi mamá, que antes de despedirse, me había dicho: “Sean buenas con Dafne, Ángela no está bien y la vuelta del viaje va a ser difícil.” Ese consejo me había enojado y me había ido sin darle un beso.

Mundo Marino nos recibió con viento costero, ungüento de frío y humedad. Dafne llevaba el pelo suelto y el flequillo se le despeinaba en hilos finos. Dejó de lado el silencio para pedirme una hebilla. “Este viento es insoportable”, dijo. “A mí me encanta”, dije solo para contradecirla.

En el oceanario, el show empezó con una orca que se llamaba Ivonne. La arengó un animador flaco que usaba un traje de neoprene negro y la presentó la voz impostada de una locutora, con música de fondo. Aplaudimos. Dafne y yo estábamos en la segunda fila del público, al lado de nuestra profesora de Biología.

“San Clemente del Tuyú, Buenos Aires, Argentina”, dijo la voz de la locutora hacia el final del show. La caída de Ivonne desbordó la pileta como una palangana gigante. El agua helada me cayó sobre el pecho y la cercanía con la orca me anudó el estómago. Ivonne tenía un gesto que podía ser de alegría, pero que a mí me transmitía dolor. La voz metálica del animador seguía pidiendo palmas, más fuerte, palmas. Dejé de aplaudir, Dafne también. Nunca la había visto llorar. Sus lágrimas eran imperceptibles, la cara no se le transformaba como a mí, con párpados hinchados y mejillas rojas. Su piel permanecía tersa, los músculos no se le modificaban. Le tomé la mano y ella la apretó. Recordé por qué éramos amigas.

Nuevos aplausos nos indicaron la retirada de la orca y la llegada de los delfines. Eran tres y aparecieron en una pileta circular más pequeña, unida por una pasarela a la pileta mayor. Perdí la atención, estaba aburrida. Volví al presente cuando vi al animador perder el equilibrio y resbalar en cámara lenta, desde el borde de la pileta directo al agua. Ni siquiera movió los brazos.

“¿Estará ensayado?”, me preguntó Dafne con una carcajada estruendosa, fuera de lugar como un disfraz de Papá Noel en pleno julio. Se cortó la música y nos envolvió un silencio frío. El animador nadaba atontado en el medio de la pileta. Los delfines lo rodearon en una danza circular. Una mujer de baja estatura, con jean negro y rulos se tiró al agua y le tendió la mano al animador. Juntos llegaron hasta el borde de la pileta. Los delfines se dispersaron. Después un médico corrió hacia el escenario. “Explotadores de mierda, no van a parar hasta que se les muera alguien por deshidratación”, dijo la locutora.

La merienda fue en la playa. Mientras caminaba por la orilla, encontré un caracol nacarado que quise compartir con Dafne, pero la vi hablando con la profesora de Biología. Me dio bronca verlas tan juntas. Quise que Dafne supiera que yo sabía todo eso que la profesora también sabía. Pero no dije nada: siempre fui buena guardando secretos, incluso aquellos que merecen saberse.

De vuelta en la puerta del colegio, a Dafne la esperaban su padre, Nahuel y Leila que corrió a buscarla, le preguntó cómo la había pasado, la abrazó y empezó a llorar. Dafne se despegó de su hermana con un empujón eléctrico, como si regresara a la vigilia después de un sueño con hormigas. Me buscó con la mirada y escuché que le dijo a Leila: “Quiero que Lucía venga a casa conmigo”.

*Este cuento fue publicado originalmente en el Diario Hoy Día de Córdoba: https://bit.ly/3yy0RO5

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